sábado, 1 de diciembre de 2012

El extraño viaje de Richard Clayton

Richard Clayton se asió de tal forma que quedó erguido como si fuera un saltador esperando para zambullirse desde un alto trampolín hacia el azul. Realmente, era un saltador. Una espacionave plateada era su trampolín, y pensaba zambullirse no hacia abajo, sino hacia arriba, hacia e! cielo azul. Y tampoco pensaba recorrer nueve o diez metros, sino que se zambulliría millones de kilómetros. Con una profunda inspiración, el regordete y barbudo científico alzó sus manos hacia la fría palanca de acero, cerró los ojos y jaló. La palanca se movió hacia abajo. Por un momento no sucedió nada. Luego, un repentino estremecimiento lanzó a Clayton por el suelo. ¡La «Futuro» se estaba moviendo!

De alas de pájaro batiendo mientras se alzan al cielo, de alas de mosca zumbando en su vuelo, de estremecimientos que sacuden los músculos que saltan, de todas estas cosas estaba compuesto el golpe. La espacionave «Futuro» vibraba locamente. Se agitaba de lado a lado, y un zumbido estremecía las paredes de acero. Richard Clayton yacía atontado mientras crecía un zumbido agudo en e! interior de la nave. Se puso en pie, frotándose la magullada frente, y se tambaleó hasta su pequeña litera. La nave se estaba moviendo, y sin embargo la terrible vibración no disminuía. Contempló los controles y maldijo suavemente.

—¡Buen Dios! ¡El panel está roto!

Era cierto. El cuadro de mandos se había roto por el tirón. El cristal partido había caído al suelo, y los diales colgaban inútiles de la faz desnuda del panel. Clayton se sentó desesperado. Esto era una gran tragedia. Sus pensamientos retrocedieron treinta años, hasta el tiempo en que, siendo un niño de diez años, había sido inspirado por el vuelo de Lindberg. Recordó sus estudios, y cómo había utilizado el dinero de su millonario padre para perfeccionar una máquina voladora que cruzaría el espacio mismo.

Durante años, Richard Clayton había trabajado, soñado y planeado. Había estudiado a los rusos y a sus cohetes, y organizado la fundación Clayton, y contratado mecánicos, matemáticos, astrónomos e ingenieros para trabajar con él. Y entonces se había producido el descubrimiento de la propulsión atómica, y la construcción de la «Futuro». La «Futuro» era un casco de acero y duraluminio, sin ventanas y aislado por un procedo secreto. En su pequeña cabina había tanques de oxígeno y depósitos con tabletas alimenticias, productos químicos energizantes, un sistema de aire acondicionado y el suficiente espacio como para que un hombre pudiera caminar seis pasos. Era una pequeña celda de acero, pero en su interior Richard Clayton pensaba realizar sus ambiciones. Se ayudaría mediante cohetes para escapar de la esfera gravitatoria de la Tierra, y luego movería la nave mediante la propulsión por descargas atómicas. Clayton pensaba llegar a Marte y regresar.

Le llevaría diez años llegar a Marte, y otros diez el regresar. Porque el aterrizaje de la nave necesitaría de otras descargas de cohetes adicionales. A mil quinientos kilómetros por hora... No era una imaginaria travesía a la «velocidad de la luz», sino un viaje lento y pesado, pero científicamente cierto. Los paneles estaban dispuestos, y Clayton no tenía necesidad de guiar su navío. Era automático.

—Pero y ahora, ¿qué? —dijo Clayton, contemplando el cristal astillado. Había perdido contacto con el mundo exterior. Le había sido imposible averiguar su progreso en el panel, incapaz de juzgar el tiempo, la distancia y la dirección. Estaría ahí sentado durante diez, veinte años... solo en la diminuta cabina. No había habido espacio para libros, o papel, o juegos con los que divertirse, Estaba prisionero en el negro vacío del espacio.

La Tierra ya debía de haberse esfumado muy lejos por debajo de él; pronto sería una esfera de ardiente fuego verde más pequeña que la esfera de rojo fuego situada delante: el fuego de Marte.
El campo se había llenado con multitudes para verlo partir; su asistente, Jerry Chase, las había controlado. Clayton se los imaginaba contemplando cómo su brillante cilindro de acero emergía del gaseoso humo de los cohetes y se abalanzaba como una bala hacia el cielo. Luego, su cilindro debía de haberse perdido en el cielo, y las multitudes se irían a sus casas y olvidarían. Pero él permanecería aquí en la nave... durante diez, durante veinte años. Sí, permanecería, pero ¿cuándo terminaría la vibración? El estremecimiento de las paredes y del suelo a su alrededor era difícil de soportar. Ni él ni los expertos habían contado con este problema. Los temblores le agitaban su dolorida cabeza. ¿Qué ocurriría si no cesaban? ¿Si duraban durante todo el viaje? ¿Cuánto tiempo podría resistir sin volverse loco?

Podía pensar. Se echó en su litera y recordó: repasó cada pequeño detalle de su vida desde su nacimiento hasta el presente. Y pronto hubo gastado toda la memoria en un tiempo ridículamente corto. Entonces volvió a notar la horrible pulsación a su alrededor.

—Puedo hacer ejercicio —dijo en voz sita. Y paseó por el piso: seis pasos hacia adelante, seis hacia atrás. Y se cansó de eso. Suspirando, Clayton se dirigió a las alacenas y tomó sus cápsulas—. Ni siquiera puedo pasar el tiempo comiendo —observó amargado—. Las trago, y ya está.

La vibración borró la sonrisa de su rostro. Era enloquecedora. De nuevo se recostó en la agitada litera, añadiendo oxígeno al sistema de aire. Dormiría entonces, dormiría si es que ese maldito tamborileo se lo permitía. Soportó los horribles chasquidos, y gruñó durante todo el rato, cerrando la luz. Sus pensamientos giraron alrededor de su extraña posición: un prisionero en el espacio. Afuera giraban los ardientes planetas, y las estrellas se deslizaban por la negra oscuridad de la nada espacial. Aquí yacía seguro y cobijado, en una cámara vibratoria; a salvo del gélido frío; ¡si tan sólo cesasen aquellas terribles sacudidas! Y no obstante, tenía sus compensaciones. No habría periódicos en el viaje, para atormentarle con los relatos de la inhumanidad del hombre con el hombre, ni tontos programas de radio o televisión para molestarle. Tan sólo esa maldita y omnipresente vibración...

Clayton durmió, atravesando el espacio. No era de día cuando despertó. No era de día ni de noche. Tan sólo estaban él y la nave en el espacio. Y la vibración era continua, destrozándole los nervios en el incesante golpeteo contra su cerebro. Las piernas de Clayton temblaban, mientras se llegaba al armario y comía sus píldoras. Luego, se sentó y comenzó a sufrir. Una terrible sensación de soledad estaba comenzando a asaltarlo. Estaba tan aislado aquí... tan separado de todo. No había nada que hacer. Era peor que estar prisionero en aislamiento confinado; al menos, los prisioneros tenían celdas más grandes, veían el sol, respiraban aire fresco, y contemplaban algún rostro ocasionalmente.

Clayton había pensado siempre ser un misántropo, un recluso. Ahora, deseaba ver otro rostro. A medida que pasaban las horas, tuvo extrañas ideas. Deseaba ver la vida, en cualquier forma... hubiera dado una fortuna por la compañía, aun de un insecto, en este calabozo volador. El sonido de una voz humana hubiera sido un cielo. Estaba tan «solo». No había nada que hacer sino soportar los tirones, pasear por el estrecho suelo, comer sus píldoras, tratar de dormir. Nada en que pensar. Clayton comenzó a desear que llegase el momento en que sus uñas necesitasen ser cortadas. Haría que esa tarea durase horas. Examinó cuidadosamente sus ropas, contempló durante horas en el pequeño espejo su barbudo rostro. Memorizó su cuerpo, escrutó tocios los artículos que contenía la cabina de la «Futuro». Y sin embargo, no estaba lo suficientemente cansado como para dormir de nuevo. Sentía constantemente un pulsante dolor de cabeza. Al fin logró cerrar los ojos y sumergirse en otra duermevela, interrumpida por tirones que lo agitaban, haciéndole despertar.

Cuando finalmente se alzó y encendió la luz, al tiempo que dejaba pasar algo más de oxígeno, hizo un terrible descubrimiento. «Había perdido todo sentido del tiempo.» El tiempo es relativo, le habían dicho siempre. Y ahora se daba cuenta de cuan verdadera era. No tenía nada con que medir el tiempo: ni reloj, ni posibilidad de ver el sol o la luna o las estrellas, ni tampoco actividades regulares. ¿Cuánto tiempo llevaba viajando? Por mucho que tratase, no lograba recordarlo. ¿Había comido cada seis horas? ¿O cada día? ¿O cada veinte? ¿Había dormido una vez cada día? ¿Una vez cada tres o cuatro días? ¿Cuan a menudo había paseado? Sin instrumentos con los que situarse, estaba totalmente perdido. Comió sus píldoras en forma irregular, tratando de pensar a pesar del atontamiento que abotargaba sus sentidos. Esto era tremendo. Si había perdido la medida del tiempo, quizá pronto perdería el conocimiento de su propia identidad. Enloquecería allí, en la astronave, mientras cruzaba por el vacío hacia los planetas. Solo, atormentado en una pequeña celda, tenía que aferrarse a algo. ¿Qué era el tiempo?

Ya no quería pensar en él. Ya no quería pensar en nada. Tenía que olvidar el mundo que había abandonado, o la memoria lo pondría frenético.

—Tengo miedo —murmuró—. Tengo miedo de estar solo en la oscuridad. Quizás haya pasado la Luna. Quizá me encuentre a millón y medio de kilómetros de la Tierra... o a quince millones.

Entonces Clayton se dio cuenta de que estaba hablando consigo mismo. En ese camino se hallaba la locura. Pero no podía detenerse, como tampoco podía parar la horrible vibración desmembradora que lo rodeaba.

—Tengo miedo —murmuró en una voz que sonaba a vacía en la pequeña habitación zumbante—. Tengo miedo. ¿Qué hora es?

Cayó dormido, todavía susurrando, y el tiempo siguió su marcha. Se despertó con nuevo valor. Había perdido el control, razonó. La presión exterior, a pesar de la presurización, debía haber afectado sus nervios. Tai vez el oxígeno lo hubiera atontado, y la dieta de píldoras era mala. Pero ahora había pasado la debilidad. Sonrió, atravesando la cabina. Entonces volvieron de nuevo sus pensamientos: ¿Qué día era? ¿Cuántas semanas habían pasado desde que había partido? Quizá ya hubiesen, pasado meses, un año, dos años. Todo lo referente a la Tierra parecía lejano, casi parte de un sueño. Se sentía ahora más cercano a Marte que a la Tierra. Comenzó a anticipar en vez de recordar. Durante un tiempo, todo había sido mecánico. Había encendido y apagado la luz cuando lo había necesitado, tomado las píldoras por hábito, recorrido el suelo sin pensar, atendido inconscientemente el sistema de aire, dormido sin saber cómo ni cuándo. Gradualmente, Richard Clayton olvidó su cuerpo y los alrededores. El permanente zumbido en su cerebro se convirtió en una parte de él. Una dolorida parte que le decía que estaba zumbando a través del espacio en una bala plateada. Pero significaba algo más, porque Clayton va no hablaba consigo mismo. Se olvidó de él mismo y soñó tan solo con Marte que se hallaba enfrente. Cada pulsación de la nave decía:

—Marte... Marte... Marte.

Sucedió una cosa maravillosa: Aterrizó. El navío se clavó de proa, temblando. Luego se depositó suavemente sobre el gaseoso césped del planeta rojo. Durante largo tiempo Clayton había sentido el tirón de la extraña gravitación. Sabía que los ajustes automáticos de su navío estaban disminuyendo las descargas atómicas y usando del tirón gravitacional natural del mismo Marte. Ahora, el navío aterrizó, y Clayton abrió la puerta. Rompió los sellos y salió fuera. Rebotó suavemente en el césped púrpura. Sentía su cuerpo libre, flotante. Había aire fresco, y la luz del sol parecía más fuerte, más intensa, aunque las nubes velaban el brillante globo. A lo lejos se alzaban los bosques, los verdes bosques con la vegetación púrpura que cubría los árboles. Clayton abandonó la nave y se acercó al fresco bosque. El primer árbol tenía ramas que se inclinaban hacia el suelo como dos brazos.

¡Brazos... eran brazos! Se extendieron unos brazos verdes. Unas ramas lo asieron y lo alzaron. Fríos anillos, viscosos como los de una serpiente, lo mantuvieron así aferrado mientras era apretado contra un oscuro tronco de árbol. Y ahora estaba mirando a la inflorescencia púrpura que cubría las hojas. Los crecimientos púrpura eran... cabezas. Malvados rostros púrpura que lo miraban con ojos putrefactos como sapos muertos. Cada rostro estaba arrugado como una coliflor púrpura, pero bajo la masa pulposa había una gran boca. Cada rostro púrpura tenía una boca púrpura, y cada boca púrpura se abría para babear sangre. Ahora, los brazos vegetales lo apretaron más fuertemente contra el frío y palpitante tronco, y uno de los rostros púrpura, el rostro de una mujer, se acercaba para besarle.

¡El beso del vampiro! La sangre brillaba escarlata en los sensuales labios que se acercaban a los suyos. Se debatió, pero las extremidades lo aferraban fuertemente. Y llegó el beso, frío como la muerte. Su llamarada helada le recorrió todo su ser, y sus sentidos se ahogaron. Entonces Clayton se despertó, y supo que era un sueño. Su cuerpo estaba cubierto de sudor. Esto le hizo darse cuenta de su propio cuerpo. Se acercó al espejo. Una sola mirada le hizo retroceder horrorizado. ¿Era esto también una parte del sueño? Mirando al espejo, Clayton vio reflejada la faz de un hombre envejecido. Las facciones estaban muy barbudas, y se veían pliegues y arrugas, mientras que las antes mofletudas mejillas estaban ahora hundidas. Los ojos eran lo peor... Clayton ya no reconocía sus propios ojos. Rojos y hundidos en sus huesudas cuencas, ardían con una asombrada mirada de horror. Tocó su rostro y vio como la mano cubierta de venas azules se alzaba en el espejo y recorría el canoso pelo.

Retornó un parcial sentido del tiempo. Había estado aquí durante años. ¡Años! ¡Se estaba haciendo viejo! Naturalmente, la poco normal vida lo hacía envejecer más rápidamente, pero no obstante debía haber pasado un gran intervalo de tiempo. Clayton sabía que pronto alcanzaría el final de su viaje. Deseaba alcanzarlo antes de tener más sueños. De ahora en adelante, la cordura y sus reservas físicas deberían combatir contra el invisible enemigo que era el tiempo. Trastabilleó de vuelta a la litera, mientras, temblando como un metálico monstruo volador, el «Futuro» cruzaba la negrura del espacio interestelar. Ahora estaban golpeando el exterior de la nave; sus brazos de acero estaban rompiendo la puerta. Los negros monstruos metálicos entraron con un paso de hierro. Sus severos rostros tallados en acero no tenían ninguna expresión cuando aferraron a Clayton por los costados y lo arrastraron fuera. Se lo llevaron a través de la plataforma metálica, caminando tiesos con pies que claqueteaban al chocar contra el metal. Grandes tubos de acero se alzaban en plateadas espiras a todo su alrededor, y lo llevaron a una torre de hierro. Subieron las escaleras, clang, clang clang, resonaban los grandes pies metálicos.

Las escaleras de hierro, giraban sin fin. Y sin embargo, continuaban. Sus rostros estaban fijos, y el hierro no suda. Nunca se cansaban, pero Clayton era una basura jadeante cuando alcanzaron el domo y lo empujaron ante la Presencia en la habitación de la cúspide. La voz metálica zumbó, mecánicamente, como un disco fonográfico roto:

—«Lo-hallamos-en-un-pájaro-oh-amo.»
—«Está-hecho-de-blandura.»
—«Está-vivo-en-alguna-extraña-manera.»
—«Un-a-ni-mal.»

Y entonces la resonante voz del centro de la habitación de la torre:

—«Tengo-hambre.»

Alzándose en un trono de hierro sobre el suelo, estaba el Amo. Simplemente una gran trampa de hierro, con mandíbulas metálicas similares a las de una pala mecánica. Las mandíbulas se abrieron con un click, y los horribles colmillos brillaron. Una voz llegó de las profundidades.

—«Alimentadme.»

Lanzaron a Clayton hacia delante, con sus brazos de hierro, y cayó dentro de las mandíbulas-trampa del monstruo. Las mandíbulas se cerraron, masticando con gusto la carne humana... Clayton se despertó chillando. El espejo brilló cuando sus temblorosas manos encontraron el interruptor de la luz. Contempló el rostro de un hombre envejecido, con el cabello casi blanco. Se estaba haciendo viejo. Y se preguntaba si su cerebro resistiría. Comer píldoras, caminar en la cabina, escuchar la vibración, regenerar el aire, acostarse en la litera. Eso era todo ahora. Y el resto... esperar. Esperar en una zumbante cámara de tortura, durante horas, días, años, siglos, incontables eones. Y cada eón, un sueño. Aterrizaba en Marte, y los fantasmas llegaban enroscándose desde una neblina grisácea. Eran formas en la neblina, como cenagoso ectoplasma, y podía ver a su través. Pero se retorcían y llegaban, y sus voces eran débiles susurros en su alma.

—Aquí hay Vida —susurraban—. Nosotros, cuyas almas han cruzado el Vacío tras la muerte, hemos esperado Vida para tener un festín. Tengámoslo ahora.

Y lo ahogaban bajo las grises sábanas, y sorbían con grises bocas chuponas su sangre... De nuevo aterrizaba en el planeta, y no había nada. Absolutamente nada. El suelo estaba desnudo, y se extendía hasta horizontes de nada. No había ni cielo ni sol, tan solo el suelo sin fin en todas direcciones. Puso cautamente el pie en él. Se hundió en la nada. La nada vibraba ahora, como vibraba la nave, y lo estaba tragando. Estaba cayendo a un profundo pozo sin lados, y la inexistencia se cerraba sobre él...

Clayton soñó esto último estando en pie. Abrió sus ojos ante el espejo. Sus piernas estaban débiles, y se sujetó con manos que temblaban por la edad. Miró al rostro en el espejo: la faz de un hombre de setenta años.

—¡Dios! —murmuró. Era su propia voz: el primer sonido que había oído ¿en cuánto tiempo? ¿En cuántos años? ¿Por cuánto tiempo no había oído nada, por encima de las infernales vibraciones de la nave? ¿Cuan lejos había llegado la «Futuro»? Ya era viejo. Un horrible pensamiento mordió su cerebro. Tal vez algo había ido mal. Tal vez los cálculos eran defectuosos y se estaba moviendo demasiado lentamente en el espacio. Quizá nunca llegase a Marte. O tal vez, y esta era una terrorífica posibilidad, había pasado a lo largo de Marte, errada la cuidadosamente calculada órbita al planeta. Y ahora estaba zambulléndose en los solitarios vacíos de más allá. Tragó sus píldoras y yació en la litera. Se notaba algo más en calma ahora. Tenía que estarlo, por primera vez recordaba la Tierra.

¿Y si hubiera sido destruida? ¿Y si hubiera sido invadida por la guerra, o por la peste, o por las enfermedades, mientras él se había ido? ¿O si había sido golpeada por meteoros, o alguna estrella moribunda había llameado la muerte sobre ella desde cielos enloquecidos? Unas nociones fantasmales lo asaltaron: ¿y qué ocurriría si unos Invasores cruzaban el espacio para conquistar la Tierra, tal como él lo estaba cruzando hacía Marte? Pero no tenía sentido el preocuparse acerca de esto. El problema era alcanzar su propio objetivo. Tenía que esperar, inerme, mantener la vida y la cordura durante el tiempo suficiente para conseguir su objetivo. En el vibrante horror de su celda, Clayton se hizo una firme promesa con toda su desvaneciente fuerza.
Viviría, y cuando aterrizase vería Marte. Muriese o no en el largo viaje de vuelta, existiría hasta alcanzar su meta. Lucharía contra los sueños desde este momento. No tenía forma de calcular el tiempo: tan sólo un largo anonadamiento, y el zumbido de esta infernal espacionave. Pero viviría. Ahora llegaban voces desde el exterior de la nave. Los fantasmas aullaban en las oscuras profundidades del espacio. Llegaron visiones de monstruos y sueños torturadores, y Clayton los rechazó todos. Cada hora, o día, o año, ya no podía saber cuando, Clayton lograba arrastrarse hasta el espejo. Y siempre le mostraba que estaba envejeciendo rápidamente. Su cabello blanquecino y su rugoso rostro le recordaban su increíble senilidad. Pero Clayton vivía. Era ya demasiado viejo para pensar, y estaba demasiado cansado. Simplemente, vivía en el zumbido de la nave. Al principio no se dio cuenta. Estaba recostado en la litera, y sus agotados ojos estaban cerrados en una especie de estupor. Repentinamente, se dio cuenta de que la vibración había cesado. Sabía que debía estar soñando de nuevo. Se alzó dolorido, y se frotó los ojos. No, el «Futuro» estaba inmóvil. ¡Había aterrizado!

Estaba temblando incontroladamente. Los años de vibración habían producido esto. Los años de aislamiento con tan solo sus locos pensamientos por compañía. Casi no podía ponerse en pie. Pero éste era el momento. Esto era por lo que había esperado durante diez largos años. No, debían de haber pasado más años. Pero podía ver Marte. Lo había conseguido, había hecho lo imposible. Era un pensamiento inspirador. Pero, en alguna forma, Richard Clayton lo habría dado todo por saber tan sólo en qué tiempo se hallaba, y oírlo en una voz humana. Se tambaleó hasta la puerta: la puerta sellada hacía tanto tiempo. Allí había una palanca.

Su anciano corazón bombeó excitado cuando empujó la palanca hacia arriba, la puerta se abrió, la luz del sol se deslizó al interior, el aire sopló: aire que cosquilleó en sus pulmones y luz que no le hizo parpadear. Sus pies lo estaban llevando afuera. Clayton cayó en brazos de Jerry Chase.

No sabía que era Jerry Chase. Ya no sabía nada. Había sufrido demasiado. Chase estaba contemplando el debilitado cuerpo que yacía en sus brazos.

—¿Dónde está el señor Clayton? —murmuró—. ¿Quién es usted?

Contempló la envejecida y arrugada cara.

—Pero... ¡si es Clayton! —jadeó—. Señor Clayton, ¿qué es lo que ha ido mal? Las descargas atómicas fallaron cuando puso en marcha la nave, y lo que pasó fue que continuaron estallando. La nave nunca abandonó la Tierra, pero la violencia de las descargas nos impidió llegar hasta usted hasta ahora. No podíamos acercarnos al «Futuro» hasta que se detuvieron. Hace un poco, la nave dejó de temblar, la hemos estado vigilando de día y de noche. ¿Qué le pasó a usted, señor?

Los apagados ojos azules de Richard Clayton se abrieron. Su boca tembló mientras, débilmente, suspiraba:

—Perdí... la medida del tiempo. ¿Cuánto... cuánto tiempo he pasado en el «Futuro»?

El rostro de Jerry Chase era grave cuando miró de nuevo al viejo y respondió, suavemente:

—«Tan solo una semana.»

Y, mientras los ojos de Richard Clayton se helaban con la muerte, el largo viaje había terminado.

Robert Bloch (1917-1994) 



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