lunes, 12 de noviembre de 2012

LA VOZ DE LOS ARBOLES

Los ladridos se acercaban más y más, recortando segundo a segundo la distancia. Con los músculos doloridos, entumecidos tras casi una hora de persecución sin pausa bajo una densa e ininterrumpida lluvia, la tosca tapia de piedra y argamasa que Luis tenía enfrente parecía un obstáculo insuperable. Pero los perros estaban ya a poco más de cincuenta metros: a esa distancia podía escuchar los gritos de sus amos azuzándoles para seguir la pista con más presteza mientras los haces de sus potentes linternas hendían la oscuridad del páramo en busca de la presa, de él.
Tenía que lograrlo, tenía que trepar esa pared.
Sus dedos palparon la pared buscando apoyos entre las piedras, confiando en no resbalar. Lenta, dolorosamente, inició la escalada. Sus manos sangraron, el lujoso traje de Armani se desgarró en el pecho y las piernas para teñirse de oscuro púrpura. En su mente sólo cabía un pensamiento: llegar arriba, poner un nuevo obstáculo entre él y sus perseguidores. Al fin y tras lo que se le antojó una eternidad, la caída acompañada de un apagado y húmedo golpe le indicó que lo había logrado: que estaba al otro lado.
Esto les detendrá unos minutos, pensó no muy convencido. La lluvia caía torrencial, una densa manta que reducía la visibilidad a unos pocos metros, tras los que el mundo no era más que una deforme y borrosa mancha. Las gotas le golpeaban violentamente como mazas mezclándose con el sudor y provocando en su cuerpo un doloroso contrasentido de calor y frío: todos los músculos gemían una caótica sinfonía en la que una legión de agujas incandescentes empalaban hasta la última de sus células, un infierno ardiente donde el frío de la lluvia sublimaba su energía en sufrimiento.
Ya no podía más, su cuerpo le exigía un mínimo descanso, unos segundos de calma en los que tratar de recuperar el poco aliento que le quedaba. Sólo un poquito, nada más que unos segundos aquí recostado. Luis trataba de convencerse, de olvidar a sus perseguidores. Sin más dilación dejó relajarse a sus agotadas piernas: era tan tentador dejarse caer allí mismo y abandonarse a la voluntad del hado…
Pero incluso entonces le fue denegado el descanso: la inactividad le dejaba a solas con el dolor de sus músculos, amplificándolo, recordándole cuánto los había forzado. Necesitaba descansar pero no allí, en la base de la tapia, donde sería fácil descubrirle. Debía buscar un refugio, un sitio inaccesible para los sabuesos, un lugar donde recuperar las fuerzas perdidas. Con un rápido vistazo a su alrededor trató de encontrar algún lugar que satisficiera sus necesidades, pero ya fuese por la densidad de la tromba de agua, ya porque sus ojos le latían en las cuencas a punto de explotar, le era imposible definir lo que veía. Las formas eran borrosas y monótonas, una mezcolanza de columnas oscuras y ahusadas, bloques bajos y rechonchos a veces culminados en apéndices centrales, todo ello sumergido en un océano de colores cenicientos.
¿Dónde demonios estoy? Luis ya creía sufrir visiones: parecía como si su infierno de dolor hubiera moldeado la misma realidad tornándola una pesadilla gris y surrealista.
Pero no podía pararse a pensar en eso: del otro lado de la tapia surgían sonidos nuevos y a la vez demasiado familiares. Amortiguados por la densa lluvia resonaban los ladridos cargados de ansia de los sabuesos, acompañados de varias voces que iniciaban una discusión. Un haz de luz escrutó la parte superior del muro; los perseguidores parecían decididos a trepar la pared, aunque para ello necesitasen dejar atrás los perros.
¡Dios! ¡En el lío que me he metido! Para Luis incluso pensar era ya doloroso. Pero el limbo en el que estaba sumido no le salvaría: si no reaccionaba ya, era hombre muerto. La sinfonía de dolor de su cuerpo cambió a una grandiosa aria cuando forzó a sus músculos a levantarse. Aquellos segundos de reposo, en vez de mejorar su estado, le habían embotado, dándole el andar de un borracho: no había dado tres pasos cuando sus pies tropezaron con algo haciendo que Luis cayera torpemente de bruces contra una superficie dura y fría. Frente a él, en una roca blanquecina y sucia recubierta con una capa de líquenes parduscos, había grabada una escueta inscripción: “Jean-Pierre Curie Manelbrot, 1786 – 1810″.
La simpleza de la leyenda golpeó la columna vertebral de Luis con un crudo escalofrío que le arrancó un gemido:
- ¡Estoy en el Cementerio de los Franceses! ¡He ido a meterme en un cementerio!
La lápida estaba muy resbaladiza, pero aun así consiguió ponerse en pie y mirar alrededor. Ahora había una macabra explicación a todas las formas borrosas que desde el muro había discernido: altos y descuidados árboles, en su mayoría cipreses entremezclados con otros inclasificables por su deformidad, envolvían en su oscuridad las tumbas abandonadas durante casi dos siglos, últimas humildes moradas para los muertos de una guerra ya olvidada, a la vez guardianes y compañeros en el descanso eterno. Prefirió no recordar las habladurías que rondaban aquel recinto: extraños ritos, apariciones fantasmales, profanaciones…; la realidad estaba a sus espaldas. Tras la tapia la actividad se acrecentaba por momentos. Un haz de linterna iluminó la silueta inconfundible de una cabeza surgiendo por la parte superior del muro. Tenía que encontrar un escondrijo, y pronto, pero a su alrededor todo eran árboles esqueléticos y tumbas destartaladas y sucias, algunas incluso con las lápidas resquebrajadas a través de cuyas grietas la luz de la luna trataba de mostrar algo que no debía ser visto.
- Confía en nosotros. Nosotros cuidaremos de ti.
El susurro llegó a Luis desde un punto impreciso a sus espaldas, arriba entre las copas. Parecía una débil voz coral de tono muy suave, tranquilizador, portadora de sabiduría, paz y seguridad. Era el murmullo del viento meciendo las hojas, era el gorgojeo de la lluvia lamiendo los troncos, era la insinuante tonada de la savia cargada de vida fluyendo en los troncos, el abrazo eterno de aquellas raíces envolviendo la decrepitud de la muerte humana. Era la calma absoluta, la paz final, la comunión postrera con la naturaleza.
Sin saber porqué, Luis no se movió.
- Bien, hijo. Hace tiempo que te esperábamos. Deja que el miedo pase a través de ti: se transparente, acógete a nuestra paz.
Ahora la voz tenía un tono levemente distinto, como si le hablara una entidad diferente, con mucha más autoridad, aunque sin perder esa carga de seguridad. Luis permaneció donde estaba, de pie, tambaleante, con el cuerpo recorrido por infinidad de dolores, mientras veía cómo un hombre saltaba la tapia y caía torpemente al descuidado césped. Su rostro era irreconocible con la lluvia y la oscuridad de la noche. Escrutaba en todas direcciones con la linterna que llevaba en la mano izquierda las lápidas, mientras que en su diestra empuñaba una pistola. Otro hombre saltaba al interior del camposanto en el mismo instante en que la linterna del primero pasaba sobre a Luis, le bañándole con su deslumbrante claridad por completo… ¡para luego seguir buscando entre las lápidas!
Pero Luis no tuvo tiempo de alegrarse: un nuevo e intensísimo dolor recorrió su espina dorsal. Aterrorizado pudo sentir rugosos zarcillos recorriendo todo su cuerpo, aferrando sus piernas al suelo, penetrando en su intimidad, oprimiendo su torso, palpando su cara, violando su boca. Nuevas voces sonaron, iguales pero diferentes:
- Muchos años te hemos esperado. – En nuestra soledad tú nos acompañarás. – Uno más con nosotros, y nosotros uno más contigo. – Aquí no sufrirás por el remordimiento del ayer. – Aquí no sufrirás con la claustrofobia del hoy. – Aquí no sufrirás con la inseguridad del mañana. – Aquí sencillamente sufrirás.
Y el susurrante coro se alzó, rodeándolo, surgiendo de todas partes, dentro y fuera de él:
- Se te ha brindado la oportunidad de recorrer la senda de la Verdad Absoluta. Enfoca todas tus emociones, retuércelas, fúndelas, sublima tu placer con tu dolor, tu esperanza con tu angustia, tu tranquilidad con tu desasosiego, y recorre en nuestra compañía las oscuras salas de Loirith en busca del Saber olvidado.
La angustia y el temor son el principio de la intranquilidad, la intranquilidad y el dolor son el principio del conocimiento, el tiempo y la contemplación son la consolidación de ese conocimiento, y éste es el fin en si mismo.
El tiempo es el maestro, el dolor es el libro. Tuyo es todo el tiempo, tuyo es todo el dolor.
El anciano se acercó al tronco del árbol y acarició la rugosa corteza. Lentamente giró la cabeza con la duda marcada en su rostro. Su voz sonaba rota cuando le preguntó a su compañero:
- Gastón, ¿recuerdas alguna vez haber plantado aquí este árbol? Sí, éste, junto a la tumba del pobre Jean-Pierre.
El otro anciano le lanzó una mirada recriminatoria:
- La vejez no te sienta bien, François. Deja de decir estupideces y ven aquí conmigo a rezar por el alma de nuestros amigos caídos: ellos merecen más atención que ese maldito árbol. ¡No hemos venido tras cuarenta años a este maldito país para ver árboles!
Pero François no estaba convencido, y siguió estudiando el árbol. Tras unos segundos meneó la cabeza y se volvió hacia Gastón:
- Tienes razón, pero es que…
- ¡Déjate de peros y no insultes más la memoria de nuestros soldados! -
El rostro de Gastón estaba ahora coloreado por la ira, y con la mano hacía repetidamente un claro gesto para que su amigo se acercara. Al fin François abandonó el árbol y renqueó hacia su amigo con el paso inseguro de la edad apoyándose en un delgado bastón. Ambos se descubrieron y con los tricornios en el pecho iniciaron una oración, tras la que, en silencio, visitaron otra tumba y volvieron a rezar. El ritual se repitió una y otra vez mientras el moribundo sol teñía con una rica paleta de ocres, amarillos y rojos el horizonte de Santa Ana. La visita concluyó con los últimos rayos del sol arrancando alargadas sombras de las lápidas. Los dos ancianos recorrieron el pequeño camposanto una vez más y cerraron la verja tras de sí. Junto a la entrada les esperaba un sencillo carruaje cubierto. Sólo cuando habían perdido de vista el recinto sagrado se atrevió François a hablar de nuevo con Gastón:
- ¿De verdad que no te ha llamado la atención ese árbol? Era muy extraño: incluso su tronco recordaba la figura de un hombre retorcido por el dolor.
- ¡Deja esas tonterías de viejo chocho! ¡Cada día te pareces más a la bruja de tu mujer! ¡Y no me vuelvas a meter prisa al rezar!
Punto final; no merecía la pena discutir con una tapia. Durante el resto del trayecto la cabina estuvo sumergida en el mismo silencio del lugar que acababan de abandonar, sólo interrumpido por los chasquidos del látigo del cochero arreando a los caballos y el chirriar de la graba bajo las ruedas.
François miraba ensimismado al oscuro océano, buscando en él una calma que aquél maldito lugar había erradicado de su corazón: nunca se atrevió a confesarle a Gastón la razón que le había inducido a apresurarse con las oraciones, a salir espantado de las calmas sombras de aquel cementerio, incapaz siquiera de mirar atrás. Con el paso de los años incluso llegó a dudar de su memoria: ¿sería todo una fantasía de su imaginación, un juego de la naturaleza que había atemorizado a su endeble espíritu? Pero cada vez que conseguía convencerse de ello aquellas extrañas e imposibles palabras regresaban a su cabeza como ominosos buceadores emergiendo desde simas desconocidas de su mar de recuerdos, con sus imposibles tonos huecos, resonantes, suaves pero profundos, un coro fantasmal de árboles que repetían una y otra vez tres palabras:
- Tiempo y dolor, tiempo y dolor, tiempo y dolor…   




  

  









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