lunes, 12 de noviembre de 2012

El principe de Egipto



Ocurrió durante la campaña de Otoño de 1918. La campaña no podía ir peor. Alentados por el descubrimiento de unas jarras de cerámica selladas, excavamos sin éxito en la misma zona durante semanas, y sólo un arqueólogo sabe hasta qué punto puede esto hundir la moral propia y del equipo. Pero aquella tarde de Noviembre nuestra suerte cambió.
Aquella misma mañana nos telegrafió Sir Gray, director del departamento de antigüedades del British Museum. Sir Gray había firmado nuestra concesión para excavar en aquella zona del Valle de los Reyes y ahora nos comunicaba que no le quedaba más remedio que recortar el presupuesto, que la dirección del museo le tenía atado de pies y manos y que entre otras cosas, no iba a poder enviarnos más material. Aquello nos hundió aún más.
Por la tarde bajé hasta Luxor a Thot con una pata herida por una hazada. Thot, la mascota del equipo, era cruce de pastor alemán con una raza imposible de determinar y se unió a nosotros a principio de temporada. El sol casi se había puesto tras la montaña cuando regresamos a la zona de trabajo. Antes de doblar la roca del camino a lomos de mi caballo, percibí un silencio que ya casi había olvidado, un silencio que como un presagio nos trajo años atrás el descubrimiento de la tumba de Thutmosis III. Todavía no podía ver a míster Erskine ni al resto del equipo, pero intuía que algo había ocurrido. Doblé la roca y me los encontré formando un círculo entorno a una de las franjas.
- Charley, hemos encontrado un escalón tallado en la roca. Con esta noticia me recibió mi amigo y escritor Dave Erskine.- Sé que estás nervioso, yo también estoy muy nervioso, bueno estoy solo bastante nervioso, pero creo que es mejor que dejemos vigilando a cuatro o cinco trabajadores y que sigamos mañana – su bigote manchado de polvo del desierto saltaba sobre su boca, como cuando discutíamos -. ¿Qué te parece Charley?. Un escalón, un escalón, por fin un maldito escalón tallado, te das cuenta Chaley?.
Me daba cuenta. Probablemente habíamos encontrado la tumba que llevábamos meses buscando, la tumba de Amenophis IV Eknatón, el rey hereje.

Por la noche, míster Erskine, míster Adams (cartógrafo y dibujante), cuatro trabajadores y yo decidimos quedarnos en el campo conscientes de que no pegaríamos ojo en toda la noche. Los trabajadores enterraron de nuevo el primer escalón y Charles y yo acompañamos a Adams al punto más elevado del terreno, a unos quinientos metros sobre el nivel del mar para realizar los primeros cálculos topográficos. Tardamos una media hora a pie en alcanzar la cima, donde Adams desplegó sus enormes mapas y aparatos de medición. Era un joven londinense de unos veinticinco años.

- Señores, a su derecha, bañada por el río Nilo, la ciudad de Luxor. A su izquierda, amenazada por el desierto de Libia, la ciudad de Dandara – dijo Adams sonriendo y paseando solemnemente un sofisticado compás a uno y otro lado -. Acomódense en aquella roca, tengo para diez minutos. El resto no podré hacerlo hasta mañana.
El sol se había puesto. Luxor y Dandara, empezaban a arder como dos lagos de luz en la llanura líbica. En unos minutos los colosos y esfinges de Egipto cerrarían, una noche más, sus ojos. El viento del norte soplaba suave y frío; recordé los sicomoros de Guiza allí en el norte, y supuse que aquel mismo viento que yo respiraba habría acariciado sus cortezas y recorrido en unas horas Saqqara, Meidum, Asiut, El-Amarna, y continuaría soplando en dirección al alto Egipto.
- Una noche extraña – dije colocándome junto a Charles. Pareció no oírme, y repetí: – Charles, una noche extraña.
- Si, una noche extraña…
- Pareces preocupado. Ese primer escalón nos ha salvado. Ahora no pueden negarnos el material – dije irónico. Creía que esperabas nuevos acontecimientos para tu novela.
- Los trabajadores están inquietos – dijo mirando en dirección al Valle desatendiendo mi buen humor-.
- Yo también estoy inquieto Charles. Unas jarras en tres meses no es mucho, y ahora esto. ¡La hemos encontrado!.
- No me refiero a eso. Hablan mucho entre ellos.
- ¿Y cuál es el problema?
- No lo sé pero yo también estoy inquieto.
- Podemos bajar cuando quieran – dijo Adams.
II
Por la mañana reanudamos la excavación. Tras el primer escalón fueron apareciendo un segundo y un tercero y a la altura del duodécimo dimos con el dintel de una puerta sellada. En ella descubrimos los cartuchos reales del Faraón Amenophis IV y en la parte superior izquierda una abertura; en época antigua o moderna la tumba había sido profanada por los ladrones. Subido en una caja de madera, introduje una linterna y vi un pasillo de unos diez metros de largo por dos de ancho relleno de cascotes y de jarras de alabastro utilizadas tres mil doscientos años antes para enyesar las puertas; en el extremo opuesto parecía haber otra puerta sellada. Charles y yo nos colamos por la abertura y haciendo equilibrios sobre los cascotes, llegamos ante la puerta del final del pasillo. Esta también tenía una abertura en el extremo superior izquierdo. Encendí una vela y la introduje por la segunda abertura para asegurarme de que el aire no estaba viciado. El aire caliente proveniente del interior de la tumba hacía tililar la llama.

-¿Y bien? – dijo Charles agarrado a mi pantalón.
-No veo nada, todavía estoy cegado por las linternas.
Fueron momentos angustiosos. Aparte los ladrones, ningún hombre había traspasado aquella puerta en tres milenios. En aquel momento me sentí pequeño; los ochenta o noventa años que como mucho viviría me parecieron pequeños, enanos al pie de un árbol milenario. Charles me hablaba tirándome del pantalón pero no podía comprender lo que me decía. Agrandé la abertura con las manos; varios cascotes cayeron al suelo. Miré a través de ella y la mirada siniestra de una figura del dios chacal Anubis me hizo perder el equilibrio. Era del tamaño de un perro grande y acechaba oscura sobre una peana en actitud de esfinge, tiesos el rabo y las orejas. Se encontraba en una cámara de unos cuatro metros de largo por siete de ancho. Junto a ella vi una estatuilla del faraón a lomos de un leopardo barnizada con resina negra, y desordenados por la cámara, multitud de cofres adornados con chapas de marfil y ébano, con incrustaciones de marquetería. Uno de los objetos que más me llamó la atención en aquel primer momento fue una maravillosa daga que se encontraba apoyada en la peana del dios chacal Anubis; estaba decorada con un granulado de oro amarillo rodeado de piedras semipreciosas y vidrios engastados. La hoja de la daga era de formas simples y bellas; junto a ella, tirada en el suelo, vi una valiosa vaina de oro con ornamentaciones. Tenía cincelada una escena con animales salvajes; representaba un íbice macho atacado por un león, y un ternero macho al galope con un podenco sobre la espalda mordiéndole la cola.
- ¿Y bien? – repitió charles.
- Veo cosas maravillosas –dije. Y tras una pausa: – Asómate.
- Ahí dentro hay un hombre – dijo al rato retrocediendo unos pasos.
- No digas tonterías.
Volví a asomarme y junto a la pared del fondo vi a dos centinelas tamaño natural barnizados de resina negra. Estaban a ambos lados de otra puerta enyesada que comunicaba con la cámara funeraria. Se miraban de pie el uno frente al otro, calzaban sandalias de oro y estaban armados con un mazo y un báculo.
- Son dos centinelas – dije volviendo la cabeza hacia Charles.
- A sus pies, mira a sus pies – dijo con los ojos muy abiertos.
Me volví a asomar y entre los dos centinelas vi a un hombre anciano sentado como un escriba sobre una barba larguísima que le rodeaba en el suelo. Llevaba una túnica de lino, faldellín y sandalias, y me miraba fijamente desde el fondo de la cámara. Retrocediendo unos pasos puse mis manos sobre los hombros de Charles que me miraba aterrado.
- Escucha, será una estatua – dije zarandeándole.
- No es una estatua. Sabía que algo ocurriría. Es un hombre…
No pudo acabar la frase; vomitó violentamente contra la pared del pasillo y cuando terminó salimos de nuevo al valle. Era mediodía y el sol pegaba fuerte. Los trabajadores formaron un círculo entorno a nosotros; nos miraban con los ojos arrugados y las palmas de sus manos levantadas tapaban el sol. Adams e Ibrahim, uno de los carpinteros que dominaba nuestro idioma, se acercaron a nosotros.
- Todavía no hemos entrado – dije. Hay demasiados cascotes. Adams, reúnase con nosotros en la cabaña de campo.
En la cabaña de campo pusimos a Adams al corriente de lo que acabábamos de presenciar. No era una estatua lo que habíamos visto en la cámara, sino un anciano de carne y hueso. Adams nos escuchaba con una sonrisa escéptica y dijo que probablemente aquel hombre sería un ladrón de tumbas o un viejo chiflado de Abydos; en Abydos todavía había gente que acudía al templo antiguo para venerar a Osiris y depositar sus tributos en la mesa de ofrendas. “Pero llevaba sandalias y una túnica de lino”, dije; “además su mirada era muy extraña, como si hubiera estado esperando tres mil años en aquella cámara.” “¿Esperando qué cosa?”, dijo Adams. Decidimos que lo más apropiado era escribir a Sir Gray, y de esta forma dispondríamos de unos días para inventariar el material de la cámara, hacer las primeras fotografías y mediciones, y enterarnos de quién era aquél anciano.
Los peones trabajaban en cadena desescombrando el pasillo. Ibrahim, Charles, Adams y yo derribamos la segunda puerta. A medida que caían los cascotes, iba entrando una claridad blanca en la antecámara. Las paredes, forradas completamente con jeroglíficos, escenas del Libro de los Muertos y batallas del faraón contra pueblos del norte, se encendían conforme cedía la sombra milenaria de la puerta sellada, y de nuevo, sentado como un escriba entre los dos centinelas, encontramos al anciano. La luz de la tarde alcanzó sus ojos; los cerró lentamente; cuando me acerqué titubeando, sin abrirlos, se echo a temblar. Temblaba desde la espalda y parecía esperar lo peor. Charles tomaba notas, atónito, desde el dintel; Adams dibujaba la escena frenéticamente a carboncillo, rasgueando el papel con trazos cortísimos y decididos.
Me coloqué frente al anciano en cuclillas y proyecté sombra sobre sus ojos cerrados. Entonces los entreabrió y despegó los labios para decir algo que no entendí. La voz brotaba lenta y rota de su garganta y sus ojos me subyugaron. Era una mirada distinta a todas las que había visto, de una naturaleza inquietante, profunda, antigua. Era como caminar por una avenida de esfinges; sientes que sus ojos te observan y de vez en cuando te vuelves por si alguna se ha movido. En voz baja pedí a Adams su cuaderno y escribí: “Quién eres” en escritura jeroglífica. El anciano miró el papel y sonrió levemente; unas arrugas profundísimas partieron su cara. Escribí de nuevo “Quién eres” en escritura demótica y la misma frase en escritura hierática. Imaginé que conocía las dos primeras pero no la última por la fecha en que murió Amenophis IV. Entonces alzó sus manos de las rodillas para tenderlas hacia el cuaderno de Adams. Se lo entregué como quien entrega un valioso tesoro y escribió en caracteres demóticos:
“EL CUERPO DEL REY SIGUE AHÍ. YO SOY EL PRÍNCIPE PREDESTINADO POR LAS HATORES”
De pronto oímos los ladridos de Thot acercándose hecho una furia por el pasillo. Se abalanzó sobre el cuello del anciano mostrando sus colmillos. Adams intervino y consiguió dominarlo y confinarlo a su rincón.
Charles conocía aquel cuento egipcio. El anciano se refería al cuento del Principe Predestinado, descubierto por Goodwin en el dorso del papiro Harris 500 unos años antes, en 1912. Pero el papiro estaba muy deteriorado y el final del cuento era ilegible. Se trataba de una historia inacabada. El anciano escribía lentamente en el cuaderno de Adams, como un niño aplicado. De vez en cuando se le rompía el carboncillo, y Adams se acercaba, me entregaba uno nuevo y yo se lo ofrecía al anciano.
Los trabajadores terminaron de desescombrar y salieron al Valle; Charles se aseguró de que ninguno se asomara a la antecámara y pidiendo a Ibrahim que construyera una puerta de madera y la montara bajo el primer dintel. Esa misma tarde míster Erskine subió al Museo de El Cairo en busca de una copia del Harris 500, y por la noche tradujo el papiro literalmente:
“En Egipto vivió una vez un rey que no tenía ningún hijo varón. Afligido por ello, pidió un hijo a los dioses a quienes servía y ellos decretaron que tuviese uno. Aquella noche durmió con su mujer y ella concibió un hijo.
Cuando nació el niño y llegaron las Hathores para predecir su destino, dijeron: “Morirá por el cocodrilo, o por la serpiente o por el perro”. Entonces Su Majestad hizo construir una casa de piedra en el desierto provista de los siervos y de los lujos de palacio, y ordenó que el niño no saliese nunca de ella.
Pasó el tiempo y el niño ya joven, subió al tejado y vio a un galgo que seguía a un hombre por el camino; se volvió y dijo al siervo que estaba a su lado:
- ¿Qué es eso que va detrás del hombre que viene por el camino?
- Es un galgo
- Quiero que me traigan uno como ese.
El siervo se lo contó a Su Majestad quien dijo:
- Que le den un perro pequeño para que no se preocupe
Le llevaron el galgo y cuando el niño era ya mayor, envió un mensaje a su padre: “ De qué sirve que pase aquí toda mi vida, ocioso? Ya que me amenazan tres destinos adversos, déjeseme obrar según mi corazón y Dios hará su voluntad”. Escucharon sus deseos y le dieron armas y un paje para que le acompañara. Le transportaron a la costa oriental y le dijeron: “Vete ahora a donde quieras” y dejaron con él al galgo. Siguiendo sus caprichos se encaminó al Norte por el desierto viviendo de la caza y así llegó a la casa del príncipe de Naharina. Los siervos del príncipe le hicieron entrar, le bañaron, le perfumaron, dieron pan a su siervo, piensos a su caballo, y le preguntaron:
- ¿De dónde vienes bello joven?
- Soy hijo de un oficial del país de Egipto. Mi madre ha muerto y mi padre se ha casado con otra mujer. Mi madrastra me cogió odio y yo escapé de ella.
El príncipe de Naharina no tenía hijos, únicamente una hija para la cual había mandado construir una casa cuyas ventanas estaban alejadas del suelo unos treinta y seis metros. Tiempo atrás convocó a todos los hijos de los príncipes y les dijo: “El que suba hasta la ventana de mi hija se casará con ella” pero hasta el momento ninguno había sido capaz de alcanzarla.
Una mañana que paseaba con su siervo y su salgo, vio a la princesa asomada a la ventana mirando como un grupo de príncipes se esforzaban por alcanzarla. Los príncipes le pusieron al corriente de la oferta del príncipe de Naharina.
- Acaso pueda yo. Conjuraré mis pies –dijo mientras la princesa le sonreía con curiosidad.
Pasados los días, el príncipe de Egipto alcanzó la ventana de la hija del príncipe de Naharina y la princesa le besó. Fueron entonces a alegrar al padre de la princesa:
- Un hombre ha alcanzado la ventana de tu hija
- ¿De cuál de los príncipes es hijo? – preguntó el príncipe de Naharina-
- Es el hijo de un oficial. Ha huido de Egipto para escapar de la cólera de su madrastra.
- ¿Voy a darle mi hija a un fugitivo del país de Egipto? – dijo el príncipe montado en cólera.
Los siervos fueron al encuentro del príncipe de Egipto y le dijeron que se fuera por donde había venido. La princesa le abrazó y juró por Dios, diciendo:
- Por Re. Si me separan de ti no comeré ni beberé más.
Un mensajero fue a comunicar al padre lo que ella había dicho. El príncipe mandó llamar al muchacho ya su hija y le dijo:
- Cuéntame quién eres, pues ahora eres para mí como un hijo.
- Soy hijo de un oficial del país de Egipto. Murió mi madre y mi padre volvió a casarse y yo me he ido huyendo del odio de mi madrastra.
- Te daré a mi hija por mujer y una casa, gente ganado y tierras.
Pasado un tiempo, el príncipe contó a su mujer el destino a que le predestinaron las hatores:
- Estoy predestinado a tres destinos; al cocodrilo, a la serpiente y al perro.
- Que maten pues al galgo que te sigue –dijo su mujer-
- No dejaré matar al perro, a quien he criado desde pequeño –repuso el príncipe.
Una noche en que el príncipe dormía, una serpiente se coló en la casa con ánimo de morderle, pero la mujer que velaba siempre por el príncipe, mandó a las criadas emborrachar a la serpiente con cerveza y cuando se quedó dormida, la mujer la hizo pedazos con su hacha.
- He aquí que tu dios ha puesto en tus manos uno de tus destinos. El te pondrá también los otros –dijo la princesa tras despertarle.
Unas semanas después, el príncipe salió a pasear por sus dominios seguido de su perro que salió corriendo persiguiendo caza. El príncipe lo siguió y bajo tras él al río. En el río se encontró con el cocodrilo, quien lo llevó ante un gigante y le dijo:
- Yo soy el destino que te persigue. Pero te dejaré el día que este gigante deje de existir pues me vigila hasta que Re se pone y me prohibe secar mi cuerpo en la orilla.”
En este punto el papiro se volvía ilegible.
- ¿Insinúan que ese anciano es el Príncipe Predestinado? – dijo Adams con una taza de té en la mano.
- En efecto – dijo Dave. Creemos que se ocultó en la tumba para que alguien, en algún momento de la Historia, terminara de escribir el cuento que le dio la vida pero que al estar inacabado, no pudo quitársela. Creemos que el príncipe lleva tres mil años esperando el final de su cuento para poder morir. El mismo nos lo dijo. Al parecer no solo el papiro esta deteriorado, sino que el escriba que comenzó a transcribirlo al dorso del papiro Harris 500, nunca llegó a terminarlo.
- ¡Me están diciendo que ese anciano ha permanecido en la antecámara todo ese tiempo!. No me digan que ha sobrevivido a la edad antigua, a los primeros años del cristianismo, a la edad Media, al renacimiento, a la Francia del XVIII, y a las revoluciones del XIX – hablaba cada vez más excitado – No me digan que ha sobrevivido a Jesucristo, a Las Cruzadas, a la Santa Inquisición, y al ferrocarril, porque si siguen diciendo tonterías, me veré obligado a abandonar la campaña y regresar a Londres. No es mi intención entrometerme, pero Sir Gray llegará al campo en un par de semanas y ustedes ni siquiera han redactado la versión para el Times – dejó su taza sobre la mesa y se dirigió a la puerta – ¡Qué demonios, han descubierto la tumba de Amenophis IV! No entiendo cómo se les ocurre perder el tiempo con un viejo chiflado. Discúlpenme.
III
Adams nos acompañó dos días más y regresó finalmente indignado a Londres. Los días siguientes, Charles se concentró en el cuento; no pensaba en otra cosa convencido de que su escritura, sería en la realidad. Pasaba horas sentado en la antecámara frente al anciano en una silla plegable, mientras yo me ocupaba de la cámara funeraria escondida tras la puerta que custodiaban los centinelas. Encontramos la momia del Faraón intacta y otros objetos maravillosos, como un abanico de plumas de avestruz recubierto con láminas de oro y con incrustaciones de turquesa, lapislázuli, cornerina y calcita trasparente.

El Príncipe no podía morir si el cuento continuaba inacabado. Al menos Charles trabajaba convencido de ello. La víspera de la visita de la prensa Charles terminó de escribirlo.
“Esa misma noche, enterada de lo sucedido, la esposa del príncipe de Egipto sedujo al gigante con sus encantos de mujer; consiguió emborracharle con mucha cerveza, y ordenó a sus sirvientas que le cortaran la cabeza. Al día siguiente el cocodrilo dijo al príncipe:
- Yo era tu destino, pero tu mujer mató al gigante y yo ya no te perseguiré.
Entonces el Príncipe habló con su mujer: “ Mataste a la serpiente y me has librado del cocodrilo. ¿De qué sirve que te hagas dueña de mi destino?. Sólo me amenaza el perro, déjeseme obrar según mi corazón”.
Pasados varios meses, el galgo se subió como un leopardo a la cama del príncipe y le dijo mostrando los colmillos:
- Podría matarte con solo clavar mis colmillos en tu cuello, pero desde que nací te he sido fiel y tu me has cuidado. Dentro de muchos años tu destino te buscará en la tumba Real. Allí podrás enfrentarte a él de nuevo.
El príncipe de Egipto esperó en silencio tres mil años a que su destino se le presentara de nuevo. En la tumba de su Faraón, un perro con nombre divino intentó morderle el cuello, pero el príncipe de Egipto levantó una daga maravillosa y se la clavó en el corazón.”
Nos vimos obligados a adelantar la fecha de la apertura oficial de la tumba. Nuestro hotel de Luxor se empezó a llenar de corresponsales de prensa desde muy temprano. Sir Gray, los notables de Luxor, personalidades de la política, y multitud de personas con recomendaciones de amigos influyentes se agolparon en el hall del hotel implorando que les mostráramos la tumba. Aquello era peligroso para los objetos que aún quedaban en la antecámara y cámara funerarias, pero no nos quedó más remedio que subir al Valle para satisfacer los compromisos más ineludibles. Cientos de personas nos siguieron en la ascensión subidas en carros de caballos y burros. Todo el mundo quería hacerse una foto junto a nosotros en la entrada de la tumba.
Durante la ascensión intenté alcanzar a Charles, que iba rodeado de personalidades locales, pero no conseguí acercarme. Cuando llegamos, la policía contenía a los visitantes. Entramos con míster Gray. Atravesamos el pasillo en silencio y llegamos al dintel de la puerta donde semanas antes descubrimos los sellos reales y la cavidad en el lado superior izquierdo por donde introduje la vela. Provenientes de exterior, se oían los gritos y quejas de la gente pidiendo que se les dejara pasar. Nos paramos los tres bajo el dintel y mientras Erskine comenzaba la crónica con Sir Gray, me acerqué al biombo. Lo aparté con cuidado. Encontré en el suelo el cadáver de Thot (nuestra mascota) con la daga cincelada clavada en el pecho, y junto a él yacía el anciano con la mirada fría vuelta hacia la cámara funeraria.
Han pasado muchos años desde aquello. Durante todo este tiempo Dave y yo hemos hablado poco del tema, siempre me ha parecido que lo evitaba, quizá temiendo descubrir que aquel anciano no fuera más que un chiflado de Abydos. Pero Príncipe o anciano, aquel hombre me miró desde el fondo de una cámara milenaria. 




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