lunes, 25 de junio de 2012

Victorianas...relatos olvidados

El más experto de los vampirólogos, el doctor Van Helsing, dio con la gran verdad en 1931. Era Drácula,la película de Todd Browning con Bela Lugosi:"La fuerza de un vampiro reside en el hecho de que no existe" Ya en esa fecha, Van Helsing sabía que los vampiros estaban condenados ser uno de los iconos fundamentales de este siglo, y siguiendo puntualmente las reglas con las que las proyectara, hace un siglo,la fabulosa novela de Bram Stoker.

Sobre todo en Asia y desde hace milenios se tuvo certeza de estas criaturas, y a Europa entraron por los balcanes. Pero fue Stoker en su Drácula quien delineó sus rasgos definitivos y su poder más estremecedor. Había que estar,como Stoker, sumido en la Inglaterra más puritana y encarcelado en la consolidación del individualismo y del narcisismo más ramplón. Toda una civilización que, desde que se democratizaron los espejos en el siglo XVI, sabe como Descartes rebotarse en la superficie fría de un vidrio, y creyendo haber encontrado al Sujeto.

Los vampiros no se ven en la superficie de un vidrio porque, precisamente, ya están ahí, y por eso no necesitan verse. Son los otros, cuando ponen su cara endurecida para repetirse frente a la frialdad del espejo quienes los están convocando. Y por eso, como el diablo, los vampiros no pueden entrar a una casa salvo que hayan sido invitados. Cuando alguien intente seducir o seducirse ya estará llamando al nosferatu y su beso de noche perpetua. "Piensa, luego yo existo" parece decir Drácula, y así, después de él, y pasando por la Entrevista de Anne Rice, estas criaturas de las tinieblas se han convertido en el símbolo melancólico de la juventud más tediosa e insistente.

Cuanto más se sabe de ellos, más intensa resulta la de la novela de Stoker. Como nadie, él supo que había que temerles, y que para tener miedo es imprescindible ponerlo en escena. Así, con agobiadora delicia, con la morosidad más puritana, el lector asiste a un escenario casi trágico, donde el vampiro es más temible cuanto más ausente, cuanto más invisible. Solas, en la intimidad de sus alcobas a las que los caballeros, ni siquiera el médico Van Helsing -ni siquiera el lector-, pueden entrar, Lucy Westenra o Mina Morris quedan liberadas al pudor de su albedrío. Sólo se escuchan golpes de viento, ventanas heladas y heridas que se abren. El escenario ciego en el que unos varones estremecidos no encuentran cómo objetivizar a su enemigo y sólo, desde lejos e impotentes, creen adivinar el susurro, el beso rabioso, la hipnótica saudade del vampiro.

Pocos libros hay más estremecedores que Drácula: van pasando las páginas y se eriza la piel. Es tan grande la escena del miedo que no hay forma de volverla terapéutica; nunca llegará la catarsis, por más que Stoker mienta que Van Helsing y los suyos persiguen y matan a Drácula en su castillo rumano. Y desde ese miedo, desde esa irresolución, desde ese magro finale,nació la verdadera inmortalidad del nosferatu. Porque una vez iniciado ese espeluzno la escena se agranda, el temblor se hace fruición y no hay forma (por más que lo pretendiera el novelista)de matarlo. Ya no se puede vivir, ya no se puede morir. Porque,¿cómo se puede asesinar a algo que no existe, por más seductor que sea? No es con estacas, ni con cacerías expiatorias, no es con ajos, aguas benditas, tampoco con crucifijos. Sólo se los puede eliminar olvidándolos, no llamándolos, no empecinándonos en existir tanto. Se trata, solamente, de dejar morir el vampiro que tenemos dentro.  
"Centenariamente, desde Bram Stoker, se sabe que esos seres que erizan los espejos son indefensos si no matan, se sabe que se pulverizan frente a la luz, pero es curioso que se ignorase que empavorecen, precisamente, porque son criaturas aterradas."

No es de extrañar que un londinense de suburbios como Mick Jagger cante a voz en cuello, hasta el dia de hoy, que cada pecador es un santo y cada policía un criminal. Porque todavía parece impensable que un nativo de Londres carezca -tanto como nosotros- de una imaginación victoriana. Esa imaginería que nos enseñó a sentir, con vigor de adultos, las cruentas delicias del miedo.

A diferencia de las atrocidades de los cuentos de hadas, donde la infaltable derrota de los ogros cauteriza el sueño de los niños, la ensoñación de la Inglaterra victoriana todavía produce insomnios. Y a estas alturas, cumplidos los lentenarios de Drácula y de Lewis Carroll, queda claro que todavía nos acosa la atormentada penumbra de aquella otra Londres finisecular que, con el gas de sus faroles titilando entre la niebla y los vapores tóxicos, nos dio los más fuertes estimulantes para morirnos de miedo.

Esa ciudad mortecina, cuya población no llegaba al millón de habitantes, donde en ciertos barrios del este se agolpaba ebria la chusma y taconeaban con esmero las prostitutas, fue el escenario del horror por excelencia, y el trono que reclamó, desde su sombra fascinadora, el señor de todos los miedos, el vampiro. Aquella imaginación puritana, casi sin saberlo, lo fue construyendo paso a paso, y lo fue fortificando porque nunca comprendió la verdadera raíz del repeluzno del nosferatu.

Centenariamente, desde Bram Stork se sabe que esos seres que erizan los espejos son indefensos si no matan, se sabe que se pulverizan frente a la luz, pero es curioso que se ignorase que empavorecen, precisamente, porque son criaturas aterradas. Su verdadera meta es llegarse a los mortales a inocular su miedo, con la secreta esperanza de que alguno, en vez de sucumbir ante su mirada ansiosa, pueda vacunarlos contra su propio pánico.

Tampoco un héroe de aquellas noches como Sherlock Holmes, con sus asombrosos poderes deductivos, logró dar con el secreto, porque en Holmes encarnaba el principio goyesco de que los sueños de la razón tienen como parto endriagos y todo a su alrededor era crímenes y pavorosos villanos. Los monstruos eran tan abundantes porque, justo antes que Drácula, gracias a las virtudes del progreso más industrioso y rampante, acababa de nacer la esquizofrenia. Y la esquizofrenia, como luego Jagger y el rock and roll había llegado para quedarse.

En 1886, Stevenson hacía público El extraño caso del doctor Jeckyll y Mr. Hyde, y en 1891 Wilde exponía el Retrato de Dorian Gray. Justo entre estos dos casos, en 1888 y desangrando a ciertas damas por el cuello, llegaba la gran coartada forense que daba el detalle que faltaba para que surgiera, con su sombría plenitud de rasgos, el vampiro. Se trataba de un héroe quirúrgico de entonces -el primero de los asesinos en serie- que hubiera permanecido anónimo si alguien no hubiera escrito a Scotland Yard haciéndose llamar Jack el Destripador.

Cada día se discute más sobre el Destripador, ese esmerado homicida sin rostro, e incluso Sherlock lo combatió en más de una versión para la pantalla hasta que en cierta oportunidad, bastante memorable, se reveló que Holmes, esquizofrénico como su edad, era el verdadero Jack the Ripper.

Pero todas las soluciones han parecido vanas hasta el momento; todo son conjeturas, porque aquella penumbra desconocía las huellas dactilares y no había llegado la cadena de ADN, y El Destripador mantuvo su tenaz incógnito hasta que hace bien poco, en una investigación muy sesuda, el señor Richard Wallace pareció dar, finalmente, con la identidad de aquel homicida y protovampiro.

El culpable, según Wallace, fue un matemático despiadado, un ajedrecista contumaz, un fotógrafo acusado por sus propios biógrafos(y por otra máquina victoriana, el psicoanálisis) de pedofilo, un perverso prestidigitador de paradojas y anagramas que alcanzó celebridad gracias a un par de libros -uno de ellos en verdad escalofriante. Este individuo, que fue diácono y se disfrazó de piadoso, además se ocultaba bajo un falso nombre: Lewis Carroll.

Es sabido que Carroll fue inmoderadamente afecto a los acertijos,y El Destripador, hasta el día de hoy, es un acertijo que decenas de miles de profesionales y aficionados tratan de resolver. La tesis de Wallace está a punto de hacerle ganar los derechos para una película, pero desde ya se puede afirmar una cosa. Sin discutir el acierto o el error de la tesis (a fin de cuentas Jack era apenas un tosco vampiro en ciernes, un exhibicionista de las vísceras de sus víctimas, y por otra parte cualquier espíritu juguetón pudo construirse un pseudo-nombre escribiendo cartas a la policía y arrogándose los crímenes de otro más afecto al anonimato), tal vez la clave de ese espeluzno u obra maestra de Carroll, Alicia a través del espejo, consista en que, muy veladamente y gracias al coraje de una niña de siete años, contiene una fórmula para liberar, de una vez y para siempre, a los vampiros de su propio miedo.
                 





















Después de haberse perdido, la niña debe encontrar el camino de regreso, y eso sólo es posible a través de una pesadilla. Es ese punto abisal por el cual se vuelve, luego del viaje y la perdición, ese vórtice excéntrico que permitió por ejemplo a Dante regresar de su jornada y terminar su Comedia.

Como los victorianos y los detectives,Charles Lutwidge Dogson era aficionado a las sombras, enigmas y laberintos. Algunos pensaron que los 12 capítulos de la obra maestra que escribió su sombra o, Lewis Carroll, Alicia a través del espejo, con su gato negro, su gato blanco, su tablero de ajedrez y sus respectivos trebejos, era una inocentada.

Pero muchos, con el correr del tiempo, han caído en que el viaje de Alicia, una niña de siete años, hacia el revés del espejo, escondía un trasfondo sombrío. Pocos, tal vez, han caído en la cuenta de que era una obra agónica.

Richard Wallace, atento lector de Carroll, descubrió que quien pudiera escribir en el primer capítulo un poema tan siniestro como YKCOWREBBAJ,también podía ser Jack el Destripador. Más productivo,de todos modos, parecería leer correctamente esos versos y entender que Dogson, como un frágil vampiro que era, estaba buscando un alma que lo redimiera de sus propios pavores.

Ducho hijo de los espejos, Dogson sabía que éstos nos devuelven el mundo a la inversa, y que sólo a su través es posible asomarse al vértigo de la realidad. Escribir en reverso, trazar anagramas, era su forma de especular con las cosas y consigo mismo, y así, trasvasando las letras de su nombre, Charles Lutwidge al latín, y pasando por Carolus Ludovicus, pudo llegar hacia ese lugar donde estaba proyectada su sombra.

A la casilla de su epifanía que todos recuerdan hoy como Lewis Carroll (aunque casi nadie recuerda que su primer poema se llamó 'Soledad').Como era también fotógrafo no desconocía que hacia la cámara oscura, en lugar del frío que sobre nosotros lanza el espejo, proyectamos nuestra negatividad, lo que los chinos llamarían el Yin, y que es sólo luego de un complicado proceso que regresamos, blancos y evidentes, en un nuevo Yang o en una renovada positividad. Y por eso, en clave detectivesca, lanzó el cruento y redentor juego al que viajó Alicia a través de los escaques de un ajedrez. Como inicio, en la primera línea dio una pista:"Una cosa era segura, la gata blanca no tuvo nada que ver".

Como en el I Ching el tablero de ajedrez consta de 64 figuras o casillas, que alternan el blanco con la sombra. Para un peón, como es Alicia, el viaje consiste en llegar a la octava casilla una vez que alguien ha comenzado a soñar. El enigma persiste, sin aclaración, hasta el final del libro, cuando consigue salir del tablero, para que sea leído en otro nivel: "¿Quién crees tú fue el que lo soñó?".

Ésa es una respuesta que hay que encontrar fuera del tablero, pero tomando en cuenta dos claves. En primer lugar que, dentro del mismo, el soñador es el rey negro, y en segundo término que, al inicio del viaje, es preciso descubrir a un vampiro.

Alicia debe aprender a leer en el espejo y descubrir en el tenebroso poema que omnubiló a Wallace el nombre temible del nosferatu. Así aparece el JABBERWOCKY, que advierte: "Teme al Jabberwocky, mi niño/las mandíbulas que muerden/las garras que atrapan/... El Jabberwocky con los ojos en llamas".

Se trata de otra proyección de Dogson, el pedófilo impotente o vampiro timorato que está encerrado en otra casilla, en otro nivel, atrapado en una especie de ataúd diurno, que es la hora en que sueñan los vampiros, en una casilla que se podría denominar

Por los pormenores de su sueño, sabe que sólo a través de la pequeña Alicia le es posible ver y soñar. Y no desconoce que está encarcelado y que sólo la niña puede llegar a esa casi inaccesible casilla.

Dogson es el rey negro, que esta derribado y preso de su propia majestad y de su sombra vampírica. Y necesita que Alicia, superando sus pavores de infanta, su debilidad y lentitud de peón que debe avanzar hacia adelante hasta que alcance la octava casilla, se corone reina y así adquiera una nueva fuerza y movilidad que le permita dar luego el más terrible de los pasos.

El que es propio de la literatura de verdad. Después de haberse perdido, la niña debe encontrar el camino de regreso, y eso sólo es posible a través de una pesadilla. Es ese punto abisal por el cual se vuelve, luego del viaje y la perdición, ese vórtice excéntrico que permitió por ejemplo a Dante regresar de su jornada y terminar su Comedia.

Sin ese regreso no hay autor, y Alicia tiene que escaparse del sueño, regresar coronada del trasfondo del espejo y matar al vampiro Jabberwocky que paraliza a Dogson. Y cuando se sale del sueño -cuando se encuentra el pasaje de regreso al lado primordial del cristal- es que estamos nuevamente en la casilla -1, ese no lugar, desde el cual es posible comenzar a soñar la luz (una vez que el vampiro ha quedado atrás)

Por fortuna para Dogson la niña Alicia Liddle encontró la brecha en el laberinto del ajedrez, logró sacrificar al Jabberwocky y producir la magia de la escritura, esa justa medida de luz y de sombras. "¿La vida qué es sino un sueño?", cierra la última línea, que es un verso, del último libro de Alicia firmado por el liberado Lewis Carroll, un rey negro todavía endeble para confrontar lo luminoso pero protegido por su flamante reina.

Y qué es la escritura, cabe preguntarse, sino la medida exacta de activar lo cegador de la página en blanco (el equivalente al Yang celestial) y convertirlo en un Yin negativo y activo, el que da el negro atronador de las palabras.

Fin.


  

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