lunes, 28 de mayo de 2012

Sexo y vampiros

Sexo y vampiros puede ser tomada como una frase redundante, ya que el imaginario popular asocia inevitablemente el sexo con el vampirismo.
En otros artículos intentamos, con dudoso éxito, enfocarnos en los símbolos clásicos detrás de la figura del vampiro, tales como el mito de la vagina dentada, la sexualidad desmedida de Lilith, súcubos, íncubos, y demás vampiros sexuales. Hoy nos algunas leyendas clásicas, las cuales, afortunadamente, se han conservado de la contaminación estética sugerida por Hollywood.
Los vampiros, como cualquier otra manifestación de la no-muerte dentro de las leyendas populares, son seres con una intensa voracidad sexual; la cual no siempre se manifesta mediante la búsqueda de la saciedad erótica. Es decir, casi todas las actividades asociadas a los vampiros poseen un simbolismo fuertemente sexual, rasgo que les ha permitido sobrevivir en las leyendas urbanas, dejando detrás una hueste incontable de seres míticos olvidados.
Colmillos.
Curiosamente, los celebérrimos colmillos que todos imaginamos cuando pensamos en vampiros, son de invención tardía, y puramente literaria. Estéticamente, son parte inseparable de la iconografía vampírica, pero pensando en términos más funcionales, los colmillos afilados son absolutamente inadecuados para la función que se les atribuye.
La primera aparición de los colmillos asociados a la figura del vampiro proviene de la novela por entregas de 1845: Varney, el Vampiro; o el festín de sangre (Varney the Vampire, or the feast of blood), de Thomas Peckett Prest. Antes de aquella intrusión estética, los mitos populares aseguraban que los vampiros tenían dos métodos de alimentación, ambos asociados al sexo, pero en las antípodas de la seducción.
Seducción.
El vampiro literario seduce, somete, y luego se alimenta. El orden es más o menos el mismo en toda la literatura vampírica; y allí reside la fórmula de su éxito. El vampiro masculino somete de tal modo a sus víctimas, que casi siempre da la impresión de que son ellas las que se entregan felizmente. Nunca hay violencia, ni asaltos en contra de la voluntad, sino una especie de danza de seducción que concluye con una entrega total. Aquí encontramos el primer símbolo sexual en la cultura vampírica: el sometimiento.
El abandono absoluto de la mujer ante los embates persuasivos del vampiro debe verse como una máscara del sexo. Entregar la propia vida es una especie de sublimación del acto sexual, especialmente dentro de esa inabarcable abstracción que es la mente femenina. Nos explicamos:
La cuestión es sencilla y efectiva dentro del simbolismo, pero pueril y abstrusa cuando tratamos de conceptualizarla; en todo caso, el símbolo puede reducirse a la siguiente fórmula: en el acto sexual, es la mujer la que se abandona, no hablamos aquí de sometimiento, sino de abandono, de confianza. La mujer que se entrega sexualmente está otorgando un don, permite al hombre acceder a las delicias de su cuerpo sin ofrecer resistencia, siempre y cuando el hombre haya cumplido ciertos pasos relacionados al cortejo, el cual es, en el hombre, un sinónimo de “conquista”, y para la mujer de “descubrimiento”. El hombre busca conquistar, busca someter, doblegar las resistencias femeninas. El vampiro, como espejo del hombre, actúa de la misma manera: se alimenta de la víctima sólo cuando ésta yace subyugada ante él. Nunca antes.
Nada de Seducción.
Pero los tradiciones de vampiros son menos fáciles de reducir a simples analogías. Los vampiros del mito son sanguinarios, insaciables, monstruosos, y para nada seductores.
El sexo sigue siendo un móvil central de la leyenda, pero sus símbolos son menos comparables con nuestro comportamiento durante el cortejo. Veamos porqué:
En primer lugar, los vampiros poseían dos herramientas con las cuales se alimentaban: la principal era una especie de aguijón situado debajo de la lengua, o, en algunas variantes, parte integral de la lengua. En segundo lugar, los vampiros poseían dos pequeños y agudos incisivos, unidos en la parte frontal de la boca, y cuya función consistía en penetrar la piel de la víctima en una superficie abarcable para la succión. Al contrario de los colmillos literarios, los incisivos de la leyenda permitían al vampiro, teóricamente, abarcar con la boca la superficie lacerada, facilitando no sólo la succión, sino la reapertura de las heridas sin apartar los labios de la fuente de alimentación.
¿Pero porqué son necesarias dos herramientas, cuando con una basta? La respuesta es sencilla: los mitos son complejos, y es en esa complicación donde reside parte de su belleza.
El aguijón debajo de la lengua tenía dos funciones; desgarrar la piel y el músculo de la víctima, ya que los vampiros de la tradición no sólo se sacian con sangre, sino con carne, huesos, y hasta con cabello. El aspecto sexual del aguijón reside en la zona en la que éste era utilizado. Los vampiros masculinos gustaban de las piernas femeninas, especialmente de la zona interna de los muslos. Es preciso aclarar que nunca se habla de penetración en este tipo de relatos populares, aunque es evidente cuál es el mensaje que intentaban transmitir: la imágen de un ser grotesco salido de la tumba, aferrado a un delicado cuerpo femenino, desgarrando una zona cercana a los genitales con un aguijón, es bastante más efectivo en términos literarios que hablar directamente de penetración.
De las curiosidades del Sexo.
El enemigo más conocido de los vampiros es, indudablemente, el ajo. Curiosamente, la tradición del uso de ajo en contra de los vampiros tiene un carácter intensamente sexual. Volvemos a explicarnos (o a intentarlo):
Las primeras menciones al ajo como remedio anti-vampiros datan de la edad media. Se colocaban en puertas y ventanas, es decir, en aquellos lugares por los cuales se espera una intrusión en el hogar. Ahora bien, el ajo no podía ser colocado arbitrariamente: la tarea era ejercida por la mujer fértil más anciana del hogar (la cual, generalmente, no superaba los 35 años) durante el período de menstruación.
Hoy sabemos que cuando varias mujeres fértiles conviven en el mismo hogar, sus ciclos menstruales tienden a unificarse, es decir, con el tiempo, comienzan a sincronizar sus períodos; razón por la cual, hoy podemos entender que la utilización del ajo tenía como finalidad aplacar el aroma femenino, el cual; según una doble lectura del mito, actuaba como una especie de afrodisíaco irresistible para los vampiros, o para aquellos pícaros que se hacían pasar por vampiros.
Ya hemos tocado, en nuestro olvidable Especies de Vampiros, muchos de los símbolos sexuales asociados al vampirismo, por lo que preferimos no caer una redundancia descarada. Sólo daremos algunas referencias curiosas de ese vasto e inestimable corpus llamado La Rama Dorada (The golden bough):
Cierto vampiro de Bavaria posee, como muchos de nosotros, la saludable tradición de masturbarse. Ahora bien, esto no se traduce en un problema, aún cuando la solitaria actividad se llevase a cabo dentro de un ataúd, el problema consiste en que este vampiro se provoca una erección sólo para pasar a devorar su propio miembro, hábito que no recomendamos al lector curioso.
En ciertas zonas de Valaquia, se adoptaba un curioso método para ahuyentar a un vampiro lujurioso, aunque su ejecución sólo podía realizarla una mujer, como ya veremos. Al parecer, las damas de aquellos rústicos parajes, eran educadas en el uso de sus propias vaginas como método repelente. Según afirma Frazer, los vampiros de Valaquia huyen espantados ante la visión del sexo femenino, e incluso, el compilador agrega que cuanto más velluda sea la mujer, existen mayores posibilidades de ahuyentar a la pérfida bestia.
Situación diferente se daba en la Galia Sisalpina, en dónde los vampiros temían la visión de las dotes viriles de los mancebos; aunque suponemos que el rumor nace de la soberbia de los propios mancebos de aquella zona.
Los vampiros son y serán símbolos del sexo, cada época los ha investido de distintos matices, pero detrás de esa vestimenta se esconde un sólo ícono, un espejo en el cual podemos, en ocasiones, reflejarnos. 

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