lunes, 28 de mayo de 2012

NAHUALES

En México, existe la leyenda de los nahuales. Se trata de historias que van más allá de la mera tradición popular, pues para una gran cantidad de gente, aún en nuestros tiempos y en nuestras grandes ciudades, estos seres son reales.
  
Aunque estas narraciones se mencionan con regularidad en prácticamente todas las culturas antiguas, el nahual es un ser mitológico de raíz mexicana. Su nombre, nacido del náhuatl, significa doble o proyectado.
  
De acuerdo con la tradición prehispánica, los dioses aztecas, mayas y toltecas poseían la facultad de adoptar formas animales para interactuar con el ser humano. Cada dios solía transformarse en uno o dos animales. Tezcatlipoca, por ejemplo, se aparecía convertido en jaguar o coyote; en tanto, Huitzilopochtli se manifestaba con apariencia de colibrí.
  
Además, cada persona, desde su nacimiento, poseía el espíritu de un animal que se encargaba de protegerlo y aconsejarlo, principalmente durante el sueño. Estos espíritus también eran llamados nahuales.
  
Sin embargo, mediante la magia, los brujos y chamanes podían establecer un fuerte vínculo con su nahual, de modo que sus sentidos se agudizaban notoriamente. Pero había otro modo de aprovechar al nahual personal. Quienes se adentraban en el conocimiento de las cosas ocultas, lograban transformarse en su animal guía. De este modo, en México se le conoce como nahual al brujo que tiene la habilidad de transformarse.
  
Este don, que recibían gracias a sus estudios y pactos con espíritus, podía ser utilizado para el bien, generalmente al convertirse en una especie de vínculo con el mundo sobrenatural. Pero también solía ser usado para otros propósitos, como la maldad. Por ello, a los nahuales normalmente se les teme.
  
Son muchos los casos que he escuchado. Algunos antiguos, pero otros, la mayoría, han sucedido en nuestros días, según las personas que me los han referido. El nahual es mucho más que una leyenda. Muchos afirman que es tan real que ellos lo han visto con sus propios ojos.
  
En su libro Las calles de México, el cronista Luis González Obregón cuenta una historia a la que llama La calle de la mujer herrada.
  
Dicho suceso aconteció entre los años de 1670 y 1680, en el número 3 de la Calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo, hoy llamada Perú, en el centro histórico de la ciudad de México. La casa aún existe, y es la número 100.
  
En ese lugar vivía un clérigo, quien, pese a sus votos eclesiásticos, se había amancebado con una “mala mujer”.
  
Cerca de ahí, en la entonces Calle de las Rejas de Balbanera, un herrero había levantado su casa y su taller. El herrero resultaba ser gran amigo del clérigo, además de su compadre. Gracias a este lazo espiritual, se creía con el deber de aconsejarlo que dejara a aquella mujer, pues sus tratos carnales con ella constituían un gran pecado. Por supuesto, el clérigo jamás escuchó razones.
  
En cierta ocasión, avanzada ya la noche, el herrero escuchó fuertes golpes en su puerta. Temiendo que pudieran ser ladrones, se levantó de la cama temeroso y preguntó el santo y seña. Resultó que eran dos negros, quienes aseguraron que llevaban un encargo de su patrón, aquel clérigo compadre suyo.
  
Le rogaba que le herrara la mula, pues muy temprano debía hacer un viaje al Santuario de la Virgen de Guadalupe. El herrero reconoció la mula de su compadre, y aunque de mala gana, por lo avanzado de la hora, le clavó las cuatro herraduras de rigor. Al finalizar la tarea, los dos negros se llevaron al animal, pero dándole tan tremendos golpes, que el buen herrero los reprendió.
  
Muy de mañana, el herrero salió a ver a su compadre, pues quería saber el motivo de la urgencia. Grande fue su sorpresa al hallar al clérigo aún en cama. Le recriminó que lo hubiera despertado a media noche, y que si tanta era su prisa, por qué se hallaba aún en traje de dormir. El clérigo escuchó atento la historia, y le explicó que él no había enviado a ningún criado, que seguramente se trataba de una broma que alguien quiso jugarle al herrero.
  
Al llegar a esta conclusión, ambos comenzaron a reír, y trataron de despertar a la mujer del clérigo para contarle la travesura que habían sufrido.
  
Primero le hablaron con voz baja, después el tono comenzó a subir e incluso la movieron. Pero la mujer estaba quieta, perfectamente muerta. Al destaparla, ambos miraron con horror: los pies y las manos de la mujer tenían clavadas las cuatro herraduras que el herrero había colocado en las pezuñas del animal. Su cuerpo mostraba golpes por todos lados: los golpes que los dos negros habían propinado tan cruelmente a la mula la noche anterior.

   
Otras muchas historias me han contado; todas ellas, ocurridas en nuestros días. He aquí las más interesantes.
  
Un pintor de brocha gorda me refirió una anécdota, ocurrida en su pueblo de origen, situado en el Estado de México. Ahí, afirmó, tenía un grupo de amigos, con quienes solía pasar el tiempo. Los fines de semana, habían adoptado la costumbre de irse al fondo de una barranca a tomar y platicar.
  
Una noche, cuando se encontraban en aquel lugar, sentados alrededor de una fogata, comenzaron a escuchar ruidos extraños. Ninguno dijo nada. De pronto, un remolino surgió de la nada y los envolvió con tanta furia que los sacudía entre la tierra y los elevaba varios metros. Aunque no recuerda cuánto tiempo pasó, al finalizar se estrellaron contra el suelo. Voltearon a verse. Estaban todos, menos uno. En su lugar, se encontraba un perro que los miraba con ojos atentos y divertidos. El perro de pronto esbozó una gran sonrisa y comenzó a reír. Ninguno se esperó. Salieron huyendo a toda prisa.
  
Al día siguiente, dos de aquellos amigos caminaban por las calles del lugar, mientras platicaban del suceso. En eso estaban cuando escucharon la voz de aquel amigo suyo que había desaparecido después del remolino. “¡Adiós, cuñado!”. Voltearon pero no encontraron a nadie. Siguieron caminando y escucharon otra vez la misma voz y la misma frase. “¡Adiós, cuñado!”. Esta vez, al voltear, miraron al perro de la noche anterior. Se le quedaron viendo fijamente, y el perro se echó a reír. “No se asusten, que soy yo…”. Pero no lo dejaron acabar de hablar. Salieron corriendo, esta vez más asustados que nunca.
  
Pasaron algunos días y los amigos volvieron a encontrarse. Le preguntaron a aquel extraño amigo suyo de qué se trataba todo. Él les dijo: “no tengan miedo, soy yo, a veces me convierto, y cuando eso pasa se aparece el remolino de aire. Yo no les voy a hacer nada, pero si se llegan a encontrar con alguien más como yo, saquen las monedas que traigan en la bolsa y aviéntenlas al suelo; con eso rompen el hechizo”.
  
Esto se les quedó muy grabado, sobre todo una noche, cuando el miedo se les había pasado y agarraron confianza de volver a ir a la barranca. Entre la plática y las cervezas, y estando todo en calma, de pronto vieron desaparecer a aquel amigo suyo. No les dio tiempo de levantarse. Enseguida vino el remolino que los levantó y los revolcó por todos lados. Uno de ellos recordó la manera de romper el encantamiento; metió la mano en su bolsa, agarró un puño de monedas y las aventó al suelo.
  
Todos cayeron, atraídos por la gravedad. Al mirar a su amigo, ya convertido en perro, lo encontraron en medio del remolino, siendo azotado una y otra vez, mientras con voz de súplica les decía: “ya, ya, recojan las monedas…”.
  
El mismo pintor me contó otra historia, sucedida también en su pueblo.
  
Otros dos amigos suyos regresaban de una noche de parranda. Era muy de madrugada, y en medio del campo se toparon con una mula. Una mula muy grande y muy bella que ninguno conocía. Tan atractivo era el animal que decidieron llevárselo. Al montarse, y la mula sentir el peso de los dos, comenzó a correr sin parar y sin que ellos pudieran hacer algo para detenerla. Al llegar a una cerca, el animal se detuvo de golpe y ambos se estamparon. Al levantarse y sacudir la cabeza para recuperar la ubicación, voltearon, y en lugar de la mula, descubrieron a un anciano al que conocían muy bien. El viejo estaba desnudo, respirando con dificultad, y con palabras entrecortadas les dijo: “Ah, muchachos, ¡cómo pesan!”. Por supuesto salieron corriendo hasta estar muy lejos.
  
Una tercera historia del pintor: en sus tiempos de juventud, tanto él como su mejor amigo solían visitar a dos hermosas muchachas quienes vivían en un pueblo vecino. Un pueblo, en su decir, con mala fama, pues se creía que estaba repleto de brujos malos.
  
Cierta noche, al regresar, montados ambos en una misma moto, sintieron deseos de detenerse y orinar. Dejaron la motocicleta encendida, para que su luz iluminara el camino unos metros más allá. En eso estaban cuando sintieron que algo pasó volando muy cerca de sus cabezas. Voltearon hacia arriba y sólo descubrieron dos sombras muy grandes que daban vueltas. De pronto, las sombras bajaron en picada, y en medio de grandes risas, reconocieron las voces. Pero más aún: reconocieron los rostros: se trataba de las dos jóvenes a quienes ellos pretendían. Ambas muchachas, convertidas en aves enormes de plumaje oscuro. Nunca regresaron por aquellos rumbos.
  
Esta otra historia les sucedió a dos de mis tíos abuelos, en el estado de Durango. Eran jóvenes cuando las primeras películas comenzaron a proyectarse. El cine era una novedad que nadie podía perderse. Hacia allá se dirigieron. En el camino, se encontraron con la mujer más bella que podían imaginar: piel blanquísima, rostro perfecto y cabello largo, negro y reluciente. La invitaron a ver la película y ella aceptó de buena gana.
  
Al llegar, la sentaron en medio. Aprovechando la oscuridad, comenzaron a besarla por turnos, ignorando que en realidad estaban pasándose la saliva el uno al otro. Esto no importaba. Aquella joven tan excelentemente hermosa lo valía.
  
Al finalizar la función, la invitaron a ir a otro sitio. Ella aceptó, también de buena gana. En el camino, y ya de noche, aquella mujer se detuvo en un farol para arreglarse la media. Subió su pierna para apoyarla, y ambos descubrieron la pantorrilla mejor formada que hubieran visto. Siguieron mirándola: su cintura, su cadera, aquellas piernas escondidas bajo el vestido limpio y amplio, su cabellera como una larga noche en vela… estaban encantados con su conquista, así que cuando ella volteó esperaban encontrar un rostro hermosísimo y vivo. Pero no fue lo que descubrieron. En vez en eso, de entre la negra cabellera surgió una cara de caballo que les sonreía.
  
Estas historias se repiten prácticamente en cada pueblo, en cada barrio. Viejos que se transforman en perro, en zorro o en coyote para robarse las gallinas y el maíz; mujeres hermosísimas con cara de mula o de caballo; hombres jóvenes que hacen pacto con el diablo y amanecen con marcas de manos negras sobre su cuerpo, como si se tratara de profundas quemaduras; después de estos pactos, adquieren la habilidad de transformarse en animales que deambulan robando, asustando, persiguiendo a todo aquel a quien se encuentren caminando a altas horas de la noche.
  
Quienes los han visto, juran que no es una leyenda. Los describen como enormes animales, todos muy vistosos, que miran con ojos enfurecidos por el fuego, o que hablan y se ríen burlonamente. Mi bisabuelo afirmaba que una noche, mientras regresaba montando su caballo, un enorme cerdo se le atravesó. El horrendo animal atacaba a su montura, pues en lugar de orejas presumía un par de cuernos. Mi bisabuelo, charro de Jalisco, tomó su 45 y le disparó repetidas veces al marrano. Según decía, lo único que se veía era el fogonazo de su arma, pero no emitía ruido alguno. Incluso cuando le descargó el revólver, el cerdo continuaba atacando a su caballo sin mostrar herida alguna.

Algo similar le sucedió al abuelo de una amiga, en el estado de Hidalgo. A mitad de la noche, cuando regresaba de sus faenas montado en su caballo, se topó de frente con un inmenso borrego, tan grande y tan sobrado de carnes, que no podía creerlo. El animal, lejos de asustarse, embistió al jinete, quien no tuvo problemas para lazarlo por el cuello, arrastrarlo y colgarlo de un árbol. Ahí quedó aquel borrego, entre movimientos de agonía. A la mañana siguiente, cuando el abuelo de mi amiga regresó a buscar al borrego, y pensando en la sabrosa barbacoa que cocinaría, el miedo lo invadió. Lo que halló no fue al borrego muerto, sino a una anciana ahorcada, luciendo en el cuello la reata con que, una noche antes, la había atrapado.
  
Leyenda para algunos, realidad para muchos más, los nahuales forman parte del folclor mexicano que se transmite de boca en boca.  


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