lunes, 28 de mayo de 2012

LA LEYENDA DEL CASTILLO DE DR.HOLMES

Para construir su castillo el Dr. Holmes recurrió a varias empresas. Estas nunca eran pagadas e interrumpían pronto sus obras. De esa manera, el propietario era el único en conocer detalladamente un edificio cuyo extraño arreglo habría podido suscitar la curiosidad.
La exposición de 1893 se estaba preparando y debía atraer a Chicago una muchedumbre considerable, entre la cual habría, por supuesto, multitud de mujeres guapas, ricas y solas. Ingeniosamente, Holmes decidió por lo tanto aprovechar aquella situación. Gracias a una serie de hábiles estafas adquirió un terreno y emprendió la construcción de un enorme hotel con aspecto de fortaleza medieval, cuya disposición interior concibió él mismo. Cada una de las habitaciones de aquel extraño inmueble estaba provista de trampas y de puertas correderas que daban a un laberinto inextricable de pasillos secretos desde los cuales, por unas ventanillas visuales disimuladas en las paredes, el doctor podía observar a escondidas el vaivén de sus clientes y sobre todo de sus clientas.
Disimulada bajo el entarimado, una instalación eléctrica perfeccionada le permitía por otra parte seguir en un panel indicador instalado en su despacho el menor desplazamiento de sus futuras víctimas. Con sólo abrir unos grifos de gas, podía finalmente, sin desplazarse, asfixiar a los ocupantes de unas cuantas habitaciones.
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Un montacargas y dos “toboganes” servían para hacer bajar los cadáveres a una bodega ingeniosamente instalada, donde eran, según los casos, disueltos en una cubeta de ácido sulfúrico, reducidos a polvo en un incinerador o simplemente hundidos en una cuba llena de cal viva. En una habitación, bautizada como “el calabozo“, estaba instalado un impresionante arsenal de instrumentos de tortura. Entre las máquinas sádicas instaladas por el ingenioso doctor, una de ellas llamó particularmente la atención de los periodistas. Era un autómata que permitía cosquillear la planta de los pies de las víctimas hasta hacerles literalmente morir de risa.
El Holmes Castle fue terminado en 1892 y la exposición de Chicago abrió sus puertas el 1 de mayo de 1893. Durante los seis meses que duró, la fábrica de matar del Dr. Holmes no se desocupó. El verdugo escogía a sus “clientas” con mucha precaución. Tenían que ser ricas, jóvenes, guapas, estar solas y, para evitar las visitas inoportunas de amigos o familiares, su domicilio tenía que estar situado en un estado lo más alejado posible de Chicago.
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Con el final de la Exposición, las rentas del hotel acusaron una caída brutal, y Holmes se encontró pronto corto de dinero. El medio más sencillo que imaginó para procurarse ingresos fue incendiar el último piso de su inmueble y reclamar a su asegurador una prima de 60,000 dólares, sin pensar un instante que la compañía podría muy bien hacer una investigación antes de pagárselos. Descubierto, nuestro doctor tuvo que refugiarse en Texas, donde se apresuró a realizar diversas estafas que lo llevaron por primera vez a la cárcel. Liberado bajo fianza, vuelve a salir unos meses después no sin haber puesto en pie una nueva operación criminal.
La idea era sencilla e ingeniosa. Un cómplice, llamado Pitizel, debía hacerse un seguro de vida en una compañía de Filadelfia. Se presentaría luego como suyo un cadáver anónimo desfigurado por un accidente. No habría más que repartir la prima que cobraría la Sra. Pitizel, mientras que el “muerto” iría durante algún tiempo a hacerse olvidar a Sudamérica. Para su desgracia, Holmes tuvo la mala idea de cambiar su plan y de matar realmente a Pitizel. Aquella solución tenía en su opinión la ventaja de ahorrarle la búsqueda peligrosa de un cadáver y, sobre todo, permitirle quedarse él solo la totalidad de la prima, deshaciéndose ulteriormente de la Sra. Pitizel y de sus hijos -lo cual, para él, sólo era un simple trabajo rutinario.
Muy cooperador acudió, pues, a la morgue para reconocer el cuerpo de su amigo, fue a Boston a buscar a la desdichada viuda y la trajo a Filadelfia para que cobrara su dinero. La denuncia de un antiguo compañero de celda, Marion Hedgepeth, vino a sembrar la duda en el ánimo de los aseguradores.
La policía hizo una investigación. Remontó con paciencia todos los eslabones de la cadena. Holmes confesó primero la estafa a la compañía aseguradora y, ante las pruebas abrumadoras reunidas en su contra, los asesinatos de Pitizel y de sus hijos.
Holmes fue condenado a muerte por el Tribunal de Filadelfia y ahorcado el 7 de mayo de 1896. Como la soga no fue bien puesta en su cuello , la víctima tardó 15 minutos en morir ahorcado con todo tipo de sufrimiento y dolor. Sólo tenía treinta y cinco años. El propio Holmes pidió que su cadáver fuera puesto en una tumba llena de cemento para evitar el saqueo y mutilación de su cuerpo . De echo los abogados de Holmes recibieron una oferta de 15.000 dólares de un instituto médico para que les entregara el cerebro del Dr.Holmes y que obviamente rechazaron.

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