Al cumplir 65 años, Lord Carington se convenció de algo que venía sospechando desde hace tiempo: El mundo estaba dominado por seres invisibles; la gente, las cosas, la vida. Todo revelaba una vacuidad insospechada en otros tiempos. Las paredes, el reloj del cuarto de té, la alfombra de la biblioteca, la llama que crujia en la chimenea, algo les hacia falta. Esencialmente, eran endebles cajas de cartón que nunca habían llevado contenido alguno.

La última década del siglo XVII estaba a la vuelta de la esquina, con el Racionalismo terminando de empaquetar al universo en un solo teorema. La tabla de los elementos estaba completa, se había comprobado que jamás se podría volar en un aparato mas pesado que el aire, que el dinamo era una forma curiosa de movimiento continuo, y la ciencia abandonaría la investigación para dedicarse exclusivamente a la enseñanza, a la repetición de una sola verdad a cada generación, pues ya todo lo que había que descubrir había sido descubierto. Eramos casualidades biológicas en un rincon apartado de un universo inhóspito, y en ningún momento de su vida Lord Carington había estado en desacuerdo con eso, pero los dados que decidían nuestra suerte eran lanzados por seres malignos que se entretenían a nuestras expensas.

Una mañana, al escuchar el trino de un pájaro desde su cama, Lord Carington supo que nota daría el ave a continuación, cómo la daría y cuando terminaría y levantaría el vuelo. Cuando su hija Camile fue a presentarle a su primer nieto, bastó con una mirada para que Lord Carington adivinara cómo se vería a los diez años, a los veinticinco, a su edad, y cuando muriera. Todo estaba escrito de antemano. La sensación que a veces nos embarga de haber hecho antes algo que acabamos de hacer, lo comprobaba. La historia era un libro que los seres invisibles leían y releían, quizá antes de irse a dormir, a luz tenue de una vela, tal como hacía él con otro libro. ¿Qué pasaría el día que los seres se aburrieran y cerraran el libro definitivamente?

Lord Carington pensó en hallar la forma de encontrar a los seres invisibles y salvar a la humanidad de estas ataduras. En poco tiempo lo olvido, porque aunque descubrió algo que nadie más había hecho en miles de años, de todas formas no lo lograría.

-¡Cierren el libro de una vez, canallas! ¡acaben de una vez por todas con esta farsa!- a veces decía en la soledad de su castillo

Al descubrir así esa verdad por la que la ciencia y la religión habían luchado desde que el hombre tenía conciencia, Lord Carington no halló razón para seguir viviendo y decidió suicidarse. Pero cuando estuvo a punto de ingerir las píldoras y sumergirse en lo que suponía el sueño eterno, se dio cuenta que no moriría. Volvería a nacer y viviría otra vez lo mismo, exactamente como lo había hecho quién sabe cuantas veces, llegaría a esa edad y se volvería a suicidar. Si quería ser libre, tenía que salirse del libro antes de que los seres invisibles lo volvieran a leer, pero ¿a dónde iría?; quizá a otra dimensión, era imposible saberlo.

Lord Carington no encontraba la manera de hacerlo, ni siquiera supo por dónde empezar. En cierta ocasión, mientras se afeitaba en su cuarto de aseo, notó que él no era dueño de sus movimientos; de principio a fin, fue un títere inconsciente de los hilos que lo subyugaban. Entonces se le ocurrió que los seres invisibles controlaban la realidad desde los espejos. Por ahí lo veían, como si miraran por una ventana mientras leían el libro. Pero si esto era cierto, ¿Cómo vigilaban al mundo antes que se inventaran los espejos?, pensó. Posiblemente en el reflejo del agua.

Si los espejos eran la ventana hacia los seres invisibles, tal vez acabando con ellos, los seres invisibles no podrían ver este mundo y dejarían de controlarlo. Entonces tenía que destruir todos los espejos de Inglaterra y el mundo, algo que sería imposible. Después pensó que posiblemente, los seres invisibles controlaban a cada persona a través de un espejo específico y cuando este espejo se rompía o ya no lo usaban nunca más, otro era asignado. Si esto era cierto -y ¿por qué no?-, el espejo con que Lord Carington estaba conectado a los seres invisibles era el de su cuarto de aseo. Si destruía ese y los demás espejos que había en su castillo y no volvía a salir de ahí para no pasar frente a un espejo y que se le volviera a asignar una nueva ventana, Lord Carington sería libre.

Sin pensarlo dos veces, tomó el atizador de la chimenea y recorrió todas las habitaciones, destrozando los espejos que encontraba a su paso. La servidumbre, no pudo detenerlo y asustados, salieron corriendo del castillo. Mientras recorría el castillo, la luz del sol dejó de atravesar los ventanales y el paisaje desaparecía. Cuando Lord Carington rompía con todos los espejos de una habitación y salía de ahí, la habitación desaparecía y ya no sólo era oscuridad o una bruma impenetrable, sino la nada absoluta, lo que quedaba en su lugar.

Después de recorrer todas las habitaciones y romper cada espejo, fue al cuarto de aseo. Más allá de aquel lugar todo había sido borrado, era algo que no había previsto Lord Carington, pero la nada era mejor que la sensación de saberse manejado por esos seres en el espejo. Blandió el atizador y se preparó a entrar a un mundo nuevo y aún sin corromper por los libros de los seres invisibles; o tal vez, iría al mundo de ellos.

Justo al momento en que iba a golpear el espejo, se detuvo cuando se escucho una voz proveniente del espejo.

-¿Qué haces? ¿Por qué destruyes todo lo qué he hecho?

-No lo sé- respondió. Tal vez para algunos no es tan malo pero yo no quiero seguir siendo parte de esto.

Entonces blandió el atizador por segunda vez.

-¡Detente! Si me destruyes, te destruirás también.

-¡Mentira!. Me veré libre de ti y todos ustedes. Podré conocer el verdadero universo.

-¡Insensato! Para ti no hay más universo.

-¡Al demonio con tus mentiras!- y diciendo esto, le asestó un golpe al espejo.

Tanto él como lo que quedaba de ese mundo se redujo a añicos, pues él no era el verdadero Lord Carington. Él era un simple reflejo que aparecía cada vez que Lord Carington se afeitaba frente al espejo; y así como todo y todos los demás sin la posibilidad de conocer más, eran el simple reflejo de seres superiores que vivían la verdadera vida.